lunes, 9 de enero de 2012



MANIFIESTO DE OCTUBRE: Para una crítica de la razón académica.


[El siguiente Manifiesto fue publicado en octubre de 1997 como un folleto distribuido inicialmente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Más tarde lo publicaron las revistas El Ojo Mocho y El Rodaballo (esta última como separata). El texto fue firmado por Ezequiel Adamovsky, Ana G. Alvarez, Karina Bermudez, Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz, Juan Manuel Obarrio, Elsa Pereyra, Horacio Tarcus, Javier Trímboli, Julio Vezub y Fabio Wasserman. El borrador inicial fue redactado por Trímboli y luego retrabajado por otros de los firmantes. El 16 de octubre se convocó a una reunión pública en esa Facultad para discutirlo, en la que estuvieron presentes cerca de 80 personas, la mayoría de la carrera de Historia. Las autoridades y profesores de la Facultad –con la excepción de José Emilio Burucúa, que envió una respuesta por escrito– ignoraron por completo el texto]



MANIFIESTO DE OCTUBRE
Para una crítica de la razón académica.

     

Hay más de una cosa que ya está apestando en la Facultad de Filosofía y Letras. A la escasez endémica de presupuesto se suman desde hace algunos años las distintas estrategias del ajuste económico. Régimen de becas estrechísimo, intentos de arancelamiento, estabilización numérica del cuerpo docente frente a un crecimiento significativo de la cantidad de alumnos, salarios paupérrimos. Pero no sólo son éstos los vahos que amenazan con intoxicar la antigua fábrica de la calle Puán. Se trata también de que cada vez son más los estudiantes que empujados por un orden de cosas institucional que desde un vamos les enseña que el objeto más deseado debe ser el de la profesionalización académica y que, a su vez, no tarda en revelarles que las posibilidades de alcanzar ese supuesto final feliz son ínfimas, se resignan a hacer de su paso por las aulas de esta Facultad un pasatiempo juvenil que los haga un poco más cultos. Y es ese mismo orden de cosas el que no hace nada por impedir que la mayor parte de los ya de por sí pocos graduados desenvuelvan sus vidas en carriles totalmente alejados de esos en los que se habían invertido sus mejores esfuerzos como estudiantes.
      Sigamos que hay más: ¿hace cuánto que del seno de Filosofía y Letras, de sus múltiples departamentos e institutos, de su tan preciado sistema de becas y de sus equipos de investigación, no se escribe una obra de historia, de crítica literaria o cultural, de antropología o de filosofía que por su brillo vaya a perdurar? Por favor, esforcémonos y hagamos memoria. Intentemos conjurar la sospecha de nuestra prescindencia, de nuestra poquedad. Tal vez alguien mencione con justicia algún texto, pero siempre ese intento será incapaz de subsanar lo que irremediablemente es un signo revelador de pobreza. Aún falta lo que quizás más descompone: emplazada la Facultad sobre un territorio político, social y cultural que es producto de una profunda transformación que está llevando ya 20 años y que sin dudas ha hecho de la Argentina como parte de esta cultura globalizada un país en casi todo execrable; en esta circunstancia que es de largo plazo, aquellos que más responsabilidad tienen en su dirección se enorgullecen con vileza -o por lo menos con ceguera que no los hace menos cómplices-, del grado de autonomía y de cientificidad que han alcanzado sus saberes. Rodeados de miserias que están lejos de ser sólo económicas, cercados por injusticias que no han hecho otra cosa que agravarse desde los '70 a esta parte, así las cosas, nos invitan a sumarnos alegremente a su fatuo brindis por la normalización académica alcanzada.
      Y para suspender este listado antes de las arcadas: apestan los que complacientes se imaginan que Filosofía y Letras es un oasis en el cual, en nítido contraste con la sociedad que lo rodea, reinan la Razón y sus excelencias; los que así niegan que Puán hiede a osario. Convencidos de que cada una de esas infecciones se encuentra medularmente unida a las otras; seguros, porque es esto lo que hasta ahora infructuosamente se ha intentado, de que no hay soluciones parciales ni tampoco electorales, nos proponemos dar por iniciada una batalla que si empieza en esta Facultad tiene como meta dejar una tonsura visible en la cultura de la Argentina capitalista globalizada.
      Detectar el origen de la peste, detenerla antes que pudra nuestros cuerpos, que los haga decadentes y sumisos. Empezamos por advertir a los incautos y a los que aún no han entrenado sus narices, que las pestilencias de final de siglo no se presentan a través de olores fuertes sino que, vergonzosas y a la vez hábiles, huelen a paper y a ausencia de pasión, poseen esa fragancia light que deja el festejo tardío del liberalismo entre los que alguna vez fueron intelectuales.

.Miserias.
      Desde hace ya por lo menos 10 años se reproduce un consenso dentro de nuestra Facultad que, aunque conoce formas variadas de adhesión -desde las más militantes hasta las más pasivas-, pareciera no presentar fisuras. Se organiza alrededor del punto aparentemente más sensible de la crisis universitaria, su situación presupuestaria. Así, las consignas que claman por la defensa de la universidad pública y por el aumento del presupuesto educativo se han erigido como pilares de una identidad bastante borrosa pero cierta: la de los estudiantes y docentes cuyas carreras se encuentran ante la amenaza de ser liquidadas. Consignas agitadas con insistencia y que si bien lo que permitieron conseguir o construir positivamente fue mínimo, sí fueron útiles para evitar los planes más salvajes de desmantelamiento y privatización. Sin embargo se nos ocurre que hoy es necesario dar un paso adelante y poner en discusión las posiciones que ese credo común soslaya. Porque si esas consignas fueron efectivas, hoy han dejado de ser las puntas afiladas que una posición crítica necesita. Nos invitan a creer que estamos protagonizando una situación de empate -empate entre los proyectos liquidacionistas y los reclamos universitarios más radicales- que es plenamente engañosa. Esconden la procedencia de los vahos infecciosos. Es que tras esa ilusión han sido y siguen siendo múltiples las transformaciones que está viviendo la Facultad y que la están reconfigurando bajo una forma que si bien le permite sobrevivir, la condena a un ostracismo posmoderno -cuando no a una colaboración pocas veces asumida pero bien cierta con las nuevas estrategias de poder (léase, por ejemplo, transformación educativa)-, que nos repugna y rebela.
      Sin contradecir la noción de Universidad estatal, sin implementar el arancelamiento en los estudios de grado, se está produciendo un ajuste significativo. Ajuste que implica que el camino sobre el que se desenvuelve una carrera académica tipo sea cada vez más angosto y recargado de obstáculos. Remodelación de las carreras que, de seguir los consejos del FOMEC y de los evaluadores internacionales, ser n casi exclusivamente transitadas por escasos alumnos y docentes investigadores full-time. Ajuste que tiene la rara virtud de cumplir con aquel viejo anhelo que proponía acercar la Universidad a la sociedad: ahora en su seno tiende a producirse una distancia abismal, tal como la que se ahonda en la sociedad, entre un adentro -aquellos que han ingresado a los circuitos de reproducción universitaria- y un afuera amorfo y siempre al borde del desgranamiento. El miedo a quedar extramuros está haciendo aflorar toda clase de vileza, de estrategia de adaptación en pos de uno de esos tan preciados lugares en la institución. Pequeñas corrupciones cotidianas de gente que se enorgullece a gritos de su honestidad. El ajuste nos invita a que medremos, a pulirnos en el aprendizaje de congraciar a los sucesivos referatos y evaluaciones para que el sueño de una carrera universitaria exitosa no se vea interrumpido. Desde el propio corazón de la Academia se nos enseñan estos ardides a través de un seminario de posgrado de tinte darwiniano: "Estrategias de supervivencia académica: curriculum, proyectos y publicaciones"[sic]. Junto al pensamiento se retira también la vergüenza. Adaptémonos entonces al canon de la producción académica, aceptemos el miserable lugarcito que nos tienen reservado, seamos complacientes con las chocheras intelectuales de nuestros mayores porque son ellos los que tienen en sus manos la posibilidad de hacernos ingresar o de condenarnos a la nada. Si todo supura, no importa, miremos para otro lado y mantengamos los modales.
      Pero no es ésta la transformación fundamental que está haciendo mutar nuestro suelo universitario. Hay otra bien relevante, que se autoimplica con los más bajos efectos ideológicos del ajuste y que también parece silenciada por el consenso producido por las viejas consignas de defensa de la universidad pública. La crisis que la Facultad atraviesa cobra su real dimensión si divisamos que lo que está profundamente cuestionado es el sentido social de nuestros saberes, el para qué de los mismos. Invoquemos lo imposible: si se solucionaran finalmente los problemas de financiamiento de la Universidad, si goz ramos de un sistema de becas generoso, si los salarios docentes fueran dignos, si nuestras bibliotecas comenzaran a emparentarse con las de las Universidades norteamericanas, ¿cesarían las pestilencias? ¿se aplacaría este olor a cadáver perfumado? En contra del sueño bobo de muchos que se verían enteramente satisfechos logrando que nuestra casa de estudios se parezca definitivamente a las del Primer Mundo, advertimos que el problema que hemos detectado seguiría latente incluso realizándose esa hipótesis que para nosotros, además, sabe a una nueva vuelta de tuerca digna de una pesadilla. Porque lo que nos incomoda no es tanto el quantum sino la forma, el sentido único que se les está imponiendo a nuestras prácticas y saberes.

.Excursus.
      Hurgar en el pasado puede servirnos para detectar la fuente de las pestilencias. En el origen de la Facultad de Filosofía y Letras hubo un pacto. Un contrato que nacía de la necesidad político-cultural de la misma. Su fundación se tornaba imprescindible para el despliegue de las estrategias nacionalizadoras en plena "invasión" inmigratoria (1896). Se trataba por lo tanto de una legitimidad política y claramente estatal de esos saberes. Desde entonces ese pacto originario no cesó de resignificarse. La Reforma del '18 a la par que promovió la modernización de los estudios en los bastiones más arcaicos, selló una alianza perdurable entre la Universidad y los sectores medios en ascenso. Se amalgamaron alrededor de ese acontecimiento fundamental motivos discursivos idealistas, juvenilistas, antiimperialistas, los cuales sobrevivir n al momento de reflujo de esa movilización. El derrocamiento del peronismo dar  paso a otro momento nodal para los replanteamientos acerca del rol de la Universidad. Es que parecía extenderse un nuevo consenso: la deseada posibilidad de insertar a la Argentina en un proceso de modernización y progresismo social que la acercara a la Edad de Oro estadounidense y europea, necesitaba también del concurso de las disciplinas universitarias. La fundación de carreras como Sociología y la promoción a un primer plano de las Exactas, corresponden a esta resignificación. Pero la crisis hegemónica que daba su alterado ritmo a la política argentina, hizo que pronto este nuevo momento naufragara. En 1966, a través de la dictadura de Onganía, la política asalta a la Universidad bajo la forma de una intervención que acarrear  efectos duraderos. En los años subsiguientes, fundamentalmente desde ese acontecimiento central para una generación que fue el Cordobazo, se intentar  otorgar un nuevo sentido a los estudios universitarios que los haga legítimos a partir de su imbricación honda con los intereses de los sectores populares. El golpe de Estado de 1976 a través de una nueva intervención a la Universidad -cuyos antecedentes se remontan a 1974-, pero sobre todo, a través de su efectividad para desmantelar las alternativas políticas de masas que habían amenazado el ordenamiento social capitalista, desanudó lo que ese último pacto crítico estaba urdiendo.
      La finalización de la dictadura en los primeros años '80 -finalización que sólo puede ser interpretada como su derrota desde una candidez autocomplaciente lindante con lo perverso-, trajo consigo circunstancias nuevas, muchas de las cuales aún nos afectan. Se trató del desembarco triunfal en nuestras carreras de una generación que había tomado parte activa en la vida política e intelectual post-Cordobazo. Pero en su momento de coronación no dudaron en asignarle a su labor universitaria un nuevo sentido político: contribuir a la consolidación del sistema democrático y sus instituciones. La Universidad como institución democrática por excelencia debía intervenir en esa dirección y, a la vez, merecía todos los cuidados y defensas por ser ella misma un bastión de aquello que se acababa de conquistar. Como parte de estas defensas, y sin ensombrecer en nada ese espíritu tan moderadamente militante, se trataba de cerrar filas alrededor de la profesionalización de los quehaceres universitarios. Así, aquellos que años atrás habían denostado con virulencia que las prácticas y los saberes universitarios tuvieran como eje central de su reproducción los mismos límites de la institución, "recuperada la democracia" abrazaron esa lógica con no menos entusiasmo. El arrepentimiento y la conversión fueron rutilantes; es que algunos de los que hoy están a la cabeza tanto de los organismos directivos de la Facultad como de sus cátedras, habían saboreado los frutos empalagosos de la profesionalización en el exilio y muchos otros habían sufrido en exceso su condición de perseguidos durante la dictadura militar; pero sobre todo, casi unánimemente, abjuraron de proyectos políticos radicales -y con ellos de toda posición crítica- que, si en su derrota mostraron todos sus flancos débiles, les habían prometido experiencias vitales más interesantes, y por eso también riesgosas, que la de escribir dos papers por año, a sabiendas que las más de las veces ni siquiera éstos ser n discutidos (perdón, olvidábamos otro de los nuevos hábitos de esa generación: suelen quejarse, entre amargados y cínicos, del menemismo, de su impudicia).
      Pero volvamos por un instante a los años del alfonsinismo, porque fue en ese entonces cuando todavía una finalidad política que se podía asumir como noble marcaba el rumbo de las intervenciones universitarias. Apuntalar la democracia y desenvolver un control profesional sobre la calidad de la producción académica, se entrelazaban en la idea de la defensa a rajatablas de la institución universitaria. Hace ya un tiempo que vivimos el agotamiento de ese pacto simbólico entre nuestros saberes y la sociedad. La razón de la crisis de ese pacto que mil signos delatan, descansa en la evidente consolidación de la democracia. Seamos más precisos: si alguna vez el apuntalamiento de la democracia pudo ser planteado como una tarea política-intelectual digna de activar, las transformaciones económicas, políticas y culturales sobre las que se constituyó el capitalismo tardío globalizado, se erigen como los pilares más sólidos de su reverdecer actual. Defender la democracia ya no convoca ni pensamiento crítico, ni inteligencia, ni valentía. Por eso todo pensamiento que quiera ser crítico, que quiera continuarse en existencias más libres, debe asumir que la democracia realmente existente, sostenida sobre el protagonismo estelar de los medios masivos de comunicación y conviviendo con una reformulación sustancial del modo de producción capitalista y sus formas de consumo, ha dejado de ser una forma política a sostener, para convertirse en parte central de un dispositivo de poder tan novedoso como digno de desprecio, un problema real a reflexionar y vencer. Sobre la desaparición de ese problema político -el único que podían detectar esos ojos cansados-, se está construyendo la nueva legitimidad, el nuevo sitio que en las formaciones de poder del capitalismo globalizado ocupan nuestros saberes.

.Neomedievalismo.
      Decíamos que había más de una cosa que estaba apestando en la Facultad de Filosofía y Letras. Y nos acercamos a descubrir que acaso la fuente de los vahos esté en otra nueva jugarreta de la historia, en su movimiento ya bien distante de la tragedia, en su nueva pirueta farsesca.
     
      En efecto, la filosofía de la historia nos ha vuelto a esquivar. Si casi todos los pronósticos anunciaban que el fin de siglo iba a traer definitivamente el tan ansiado progreso, es bien otro el paisaje de nuestro presente posindustrial. O dicho de otra forma: el progreso llegó hace rato, se transmutó en modernización, y no ha hecho otra cosa que producir destrozos, acentuar injusticias, embrutecer. La festejada y triunfante cultura globalizada nos hace asistir no ya al éxtasis pretendido de modernidad -o por lo menos a sus bucólicas escenas posmodernas-, si no a un retorno que de tan ominoso, no se atreve a pronunciar su nombre: una rediviva Edad Media, aunque sin fe y sin Cruzadas, nos quiere albergar con sus terrores y ensoñaciones.
      La modernización capitalista tardía como fuerza productora de ghettos: barrios privados, Fuertes Apaches, shoppings, fosos que de tan pronunciados y conocidos no hace falta ya cavarlos. Que no se envanezcan los responsables de la Facultad de Filosofía y Letras: porque la casa de estudios que dirigen, gracias también a sus esfuerzos denodados por profesionalizarla, reproduce esa misma forma reactiva del encerramiento sin murallas. Es un renovado monasterio, coto del saber y del amor a la verdad, regido por las disciplinas y por un flagelamiento constante cada vez más rígido aunque menos riguroso. Se anuncia la construcción de otros monasterios en zonas cercanas, en los alrededores del Parque Centenario. Curiosa transformación la de fábricas abandonadas en templos de saber.
      En el interior de estos edificios neomedievales la escolástica vuelve a enseñorearse de las discusiones: son otros los nombres que se invocan como fuente absoluta de la verdad pero, como entonces, la sola mención de esos textos calla toda disputa, todo debate, rendidos los practicantes de aquellas disciplinas ante las fuentes prístinas de lo verdadero y lo bello. Borges y Halperin Donghi, triturados por sus exegetas, reinan. El neoplatonismo de esta Academia pauperizada, su retirada hacia las cumbres más altas del saber, a allí donde las ideas se proyectan en cavernas que funcionan como gabinetes en las sombras. Afuera la superexplotación, la liquidación de lo mejor de la cultura popular, la diseminación acelerada de los peores valores; el mercado, los hombres y las mujeres que sólo pueden venderse; vidas achatadas y Sodomas. Pero también la pequeña política palaciega instigadora de venalidades o, a lo sumo, -de ésta suelen gustar nuestros clérigos impotentes- la que se postula administradora moralizante y eficaz de lo establecido.
      Tanta monstruosidad de extramuros apenas perturba los interiores de Puán; es que la corporación se sostiene sobre la organización deliberada de la sordera respecto de lo social. Así logran que adentro las palabras no vulneren jamás el tono monocorde, el murmullo, la glosa afectada. Ausencia de debates serios, de pensamiento. Los neomedievales llaman a ese vacío, salmodia, juegos corales polifónicos en donde todas las voces suaves y cristalinas se complementan. Juegos en donde ninguna voz osa superponerse a otra, responder a otra, atacarla, arrinconarla, al menos por gusto. Nada. El silencio reina a la hora de las preguntas; se perpetúa a la de las respuestas. Los claustros, pasillos, se mantienen en penumbra, en ecos quedos. Los escasos debates se esterilizan en sí mismos, a partir de los instrumentos asépticos y las escrituras higienizadas. O porque tienen como principal y dogmática regla usar el texto sagrado de la realidad, para amonestar tenuemente aquello que además no intentaba ser más que su espejo. La discusión fuerte de ideas, de enfoques y perspectivas parecería conducir irremediablemente a la enemistad cuyo fin sólo es la excomunión, la expulsión a extramuros; entonces, y sin importar a costa de qué, debe ser evitada. Eso sí lo que reaparece son pálidas escaramuzas que versan una vez más acerca del sexo de los  ángeles y otros tópicos conexos cuyo estudio es precariamente subsidiado por algún señorío poderoso -llámese Estado, empresa, o Universidad extranjera. Racionalistas y hermeneutas de los textos sagrados se acusan por lo bajo. Cada tanto nuestros clérigos para renovar su alicaída aura agitan sus recuerdos de catacumbas, de sufrimientos sordos, que justifican el apoltronamiento actual. Nos invitan a la lástima.
     
.Sentido y sinsentido.
      Los monjes neomedievales, de los pocos que leen y escriben libros en este páramo, trabajan en sus pequeñas celdas numeradas, en sus institutos y cátedras. Ghettos dentro del ghetto. Conforman nuevas comunidades en donde, a pesar de la denostada pobreza franciscana del lugar, se esfuerzan en alcanzar la racionalidad consensuada. Casi es unánime el argumento -y si no lo es éste, sí lo es lo que efectivamente producen- que reza que el sentido de nuestra labor ya sea historiadora, como antropológica, filosófica y en cierta forma también de crítica literaria, es hacer avanzar, a fuerza de papers y precavidas investigaciones, las luces neutras del saber sobre los territorios por años vírgenes de sus objetos. El humanista o el científico social degenera en un siervo-especialista atado de por vida a una diminuta parcela -histórica, textual, antropológica, espacial- a la que tendrá  que revelar en forma detallada, tan detallada que evitar  el momento de la afirmación, del riesgo crítico e interpretativo. Más allá  está la sanción. No importa cual sea el detalle ante el que nos corresponda inclinarnos; todos tienen que ser atendidos con las mismas herramientas, las del empirismo o, en el caso de la crítica literaria, las de un uso bien vago y acrítico de cualquier teoría a la page. La masa olvidable de papers que nuestra Facultad produce anualmente, las prácticas genuflexas que anima, se recuestan sobre un supuesto bien complaciente. Es la "extremada complejidad y ambigüedad" de las cosas -o la de los libros sagrados que se revuelven con excitación en búsqueda de la diminuta hipótesis que renueve la beca-, la que torna legítimas a las exégesis, a las glosas infinitas o a las descripciones asépticas. Los grandes relatos, también desabridos, vendrán de la mano de eminencias -generalmente jefes de cátedras- que con su capacidad integradora, redimir n tantos esfuerzos investigativos anónimos. En estos impulsos letrados sólo cabría amor por la verdad -amor sin éxtasis místico, bien burgués por cierto y con las sábanas hasta el cuello- y, en el caso de la crítica literaria, por una libertad interpretativa entendida como el permiso para decir cualquier sandez siempre y cuando esté escrita con algo de gusto. La estima entre los pares crece entonces en la medida que se saben solidarios en esta tarea tan mediocre y tediosa como sin sentido, pero tarea de la cual depende su existencia material y su legitimidad. ¿Qué sería de tanta beca, pero sobre todo, qué sería de tanta arrogancia académica, si se advirtiera la futilidad de la investigación -o de lo que hoy es lo mismo: el relevamiento neutro de información-, sobre el diario Tribuna entre 1880 y 1890, sobre los primeros grados de una escuela del Delta, sobre la influencia de William James en la literatura borgiana o el gerundio en Lope de Vega?
      El encierro sólo se encuentra interrumpido por excursiones prefijadas. Los consagrados, casi vicarios de la Razón y sus virtudes, acceden circunstancialmente a los medios masivos de comunicación para desde allí pronunciar alegatos tan progresistas como tenues. Pero un porcentaje importante de los graduados hacen de esas excursiones experiencias más cotidianas: se integran al ejercicio de la docencia en escuelas y colegios generalmente privados. Fogueados a través de la cursada de las materias didácticas y respaldados por gabinetes de egresados de Ciencias de la Educación y Psicología, emprenden esa tarea mayormente desmerecida por la propia institución. Conviene sin embargo preguntarse, hasta qué punto estas excursiones quiebran el encierro. Nada más dudoso. Por lo tanto, ¿en qué consiste el encierro? Este se organiza sobre un silencio tal que evita el cavado de fosos y alimenta nuestra ilusión de libertad. Lo que queda excluído, y por eso le da existencia, es la pregunta por el sentido de nuestros saberes y prácticas. ¿Para qué enseñar literatura, geografía o historia? ¿Para que haberlas estudiado? Podemos innovar infinitamente en el uso de materiales didácticos, en el empleo de estrategias e incluso podemos quizás desterrar el autoritarismo del aula, pero hay algo que sigue impensado y que intocable se yergue como el dato más flagrante de una decadencia cultural de magnitud: ¿qué sentido tiene la enseñanza de las humanidades y las ciencias sociales? ¿Por qué cultura, por qué tipo de existencia se apuesta enseñándolas? Homero y Cervantes fueron desterrados de las colegios y reemplazados por Borges y Cortázar. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué son más cool? ¿Por qué nuestra beca de investigación versa sobre ellos? No nos pronunciamos a favor o en contra de este reemplazo, nos preocupa sobre qué argumento se sostiene. Los docentes de Geografía egresados de la Facultad enseñan poco y nada de geografía física; se ha abandonado una enseñanza que descansaba en concepciones deterministas y se hace hincapié ahora en la construcción social y cultural de los espacios. Bárbaro, pero ¿para qué? Los nuevos manuales de historia concebidos con el tono dominante de la producción académica actual y elaborados por equipos de Licenciados y Doctores han abjurado de los relatos épicos de Mitre; prefieren ver en la Revolución de Mayo un acontecimiento más bien  árido, posibilitado por un vacío de poder ocasionado por el derrumbe del Imperio Ibérico. Correcto pero ¿a qué "vida" sirve esta nueva "verdad"? Nos corregimos: el encierro no se interrumpe si no que se perpetúa a través de estas excursiones que ya no lo son tanto. Llevamos la Academia y sus silencios grabados en el cuerpo. "Hombres-estuche" mecanizados que no pueden darle lugar a esas preguntas. Tal vez teman -tal vez temamos- aquello que habita en potencia por fuera de las escafandras.
      Este encierro es la fuente de emanación de lo putrefacto. Este dispositivo es el responsable de esta medianía bochornosa. Digamos algo más de ésta. Es que el enclaustramiento, el empirismo y la exégesis, la renuncia al riesgo interpretativo conducen a la producción académica a reproducir un rasgo omnipresente que se acentúa hasta la evidencia: las tensiones, los conflictos y desgarramientos que definen a toda experiencia cultural quedan en su letra disueltos, borrados hasta hacerse irreconocibles. El dispositivo académico con su progresismo tibio se transforma en una malla de escritura que sólo deja enunciar aquello que no tenga rasgo de pasión, de dramaticidad. Recorrer la historia o la literatura argentina, conocer las experiencias educativas o los grupos culturales que transitan en los márgenes, hacer estas travesías de la mano del saber académico es encontrarse con territorios calmos, en los que si hubo problemas no fueron más que malosentendidos que la pluma del cientista social viene ahora a enmendar. La propuesta benjaminiana de pasar el cepillo a contrapelo de la historia -pero también agregamos de toda experiencia social- se ha convertido a través de su investigación y escritura en tarea de alisamiento, de emprolijamiento. Para colmo, como buenos escolásticos, realizan esta inversión citando al propio Benjamin, liquidándolo, haciendo de su programa crítico una referencia fría, sin vida. Jesús en el razonamiento acabado de un funcionario papal del siglo XVI. Porque para la razón académica reconocer en el cuerpo de la cultura dolores, sufrimientos y deseos mayúsculos pareciera constituir un imposible; ser serios ante esa dramaticidad, devolverle la significatividad que le corresponde, es una empresa que, vital para el pensamiento, está fuera de su alcance. Como si los nervios de los principales ventrílocuos de esa razón institucional, de tan gastados, no pudieran tolerar semejantes verdades ofensivas. Es que devolver a los documentos de cultura su dramaticidad y su barbarie, obliga a asumir la propia condición que hoy nos constituye en tanto que recorrida también por esos dilemas. La razón académica quiere conjurar la imagen del drama en el estudio de lo que han devenido sus objetos, como una forma de alcanzar la tranquilidad de saberse ajena al peligro, a toda zozobra. En manos de quienes han dejado de aspirar a vidas más plenas, se entiende que el pasado huela a osario, que la literatura se descomponga en análisis textuales inútiles o que la filosofía sea una glosa infinita de verdades en las que nadie cree; quién ya no anhela más que dar un paso hacia delante en la categorización alfanumeraria, no puede restituirle a la cultura su dramaticidad; poco o nada puede entender acerca de ésta. Pero si el esfuerzo por alejar fantasmas, por quitarle dramaticidad a la cultura, se está viendo coronado por no pocos éxitos; y aunque nosotros mismos hayamos podido ser en algún grado partícipes en esta empresa colectiva de aplanamiento de la cultura, damos aviso de que de ahora en más nuestro lugar en la Facultad ser  el de aguafiestas de comuniones transidas de sosiego.
      Ahora bien, esta reconstitución neomedieval de nuestros saberes posee, a no dudarlo, un aliado de peso. Porque ha sido muy prolongada la debilidad institucional y profesional de nuestras carreras para que ésta, en algo más que una década (con el agregado de intelectuales asesinados y desaparecidos), se supere. E incluso porque estos muros de los que hoy se enorgullecen siguen siendo muros de utilería berreta de película de clase B, como no podía ser de otra manera en esta Argentina cada vez más latinoamericanizada. Así es que el escaso interés que muestra el Estado en nuestros quehaceres es en parte compensado por las relaciones estrechísimas con las que nos agasajan los monasterios más ostentosos del mundo occidental. Nuestros popes van y nos invitan a alcanzar con ellos estados de beatitud aséptica a través de la contemplación de las bibliotecas babélicas norteamericanas; admiran sus disputas sordas y vacuas -cuando no las menosprecian porque creen ser ellos mejores eremitas-, sus nombres de rosa. La iluminación extática ha sido a veces tan grande que los ha cegado (se ha visto en algunos de ellos la aparición de misteriosas llagas y estigmas: la Aparición de una nueva Razón). En la era del capitalismo globalizado parece ser un argumento contundente a favor esta nueva legitimidad, el que por fin la producción académica argentina se esté colocando a la par de la de los centros de estudios más prestigiosos. Y esta legitimidad exógena es bien útil porque redunda en becas y financiamientos indispensables, provee de premios y castigos. Si es imposible negar la marca profunda que dejó en los orígenes de nuestras FF.AA. el hecho de que un alto porcentaje de la oficialidad haya pasado al menos un año bajo el mando del ejército prusiano, no lo es menos advertir que los profesionales universitarios de este fin de siglo arrastrar n como sello degradado el master o el doctorado en EE.UU.. No hay carrera universitaria exitosa que no requiera de ese viaje si no consagrador, al menos purificador: la academia puede confiar casi tranquilamente en aquel que haya atravesado las instancias evaluativas y performadoras de los colleges y el tedio vital de los campus. Experiencias confortables de encierro, de las cuales la mayoría regresan castrados, sin deseos (se explica entonces la confianza académica). Esa cirugía mayor hace posible que se pueda discurrir con la misma flema impasible y desapasionada sobre Martínez Estrada y sobre el anteúltimo hombre de letras francés de la primera mitad del siglo XX; sobre una ignota revista de filosofía venezolana y sobre Kierkegaard. La afrenta de eunucos puestos a escribir sobre cuerpos cargados de deseos. Imitar a las universidades norteamericanas, reproducir sus planes de estudio, pretender acercarnos a su nivel científico, hacer nuestro su tono políticamente correcto, adoptar incluso su lenguaje -¿que es un paper?-, se ha transformado en una suerte de destino que nadie se atreve a pronunciar, pero en cuya dirección todos trabajamos.

.Papeles -antipapers- de recienvenidos.
      Intentemos quebrar de algún modo el neomedievalismo liberal-progresista de nuestra Facultad: recintos de retiros monacales, monasterios posmodernos de gruesas paredes a las que no llegan los ruidos de la calle -aunque acaso un poco más el griterío del mercado. Y si los ruidos de la calle llegasen a ser tenues, nos proponemos también avivarlos. Queremos redefinir nuestros saberes de tal forma que se conviertan en púas agudas especiales para estos tiempos cruelmente muelles. Sabemos que el escozor que aún nos dura, nuestro acicate, necesita de palabras y acción si queremos evitar que se apague. La urgencia de esto que empezamos a decir trata de evitar lo que de no mediar esta intervención parecería ser inevitable: el desvanecimiento de la tensión que nos sigue atrapando. Nuestra situación es en este aspecto límite. Si dentro de la cultura del capitalismo globalizado, estas Facultades ocupan el lugar de un pantano en el cual las energías críticas de sucesivas camadas de jóvenes se hunden o sólo reaparecen transformadas como activas reproductoras de lo que no hace mucho tiempo atrás merecía su escarnio, en ese pantano, y a medio ahogar, nos encontramos. Si la remodelada cultura de fin de siglo no es más que un perverso y artero dispositivo que invita a la molicie y el acomodamiento que desactiva toda tensión, que desdramatiza, asumimos que no logramos mantenernos indemnes ante sus progresos. Por eso es que intervenimos apurados por el espanto de esa imagen que conocemos bien y que nos cerca. Buscamos eludir la clausura de un devenir, extremándolo.
      Insistimos: no podemos dejar de reconocer que lo que acontece a nuestro alrededor nos es en casi todo desfavorable; es bien escaso lo nuevo que asoma y que pueda nutrir nuestro afán de torcer el rumbo de nuestros saberes, produciendo nuevas voluntades. No tenemos fe en ningún sujeto esencial, al acecho y dispuesto a socorrernos. Pero dejemos que nuestra voluntad, a contrapelo, se pronuncie: las humanidades -o lo que es lo mismo: nuestra reapropiación de las mismas- tienen mucho que hacer en la tarea de interrumpir este curso social de las cosas; si la vida política no aviva nuestros saberes, se trata de agitarlos nosotros, de producir con ellos inauditas torsiones, apuntalados por el anhelo trabajado de reinsertar la Gran política. Es que nos place volver a sentirnos conjurados, arremeter y abrir brechas; queremos experimentar como sabe recuperar la peligrosidad.
      Retornamos a la pregunta por el sentido de nuestros saberes; ésta remite al hecho de que, a partir de la escritura, los significados del texto se diseminan, así como también los sentidos -el por qué, el para qué o para quién- que justifican nuestras prácticas. Frente a tal proliferación del lenguaje, frente a la pluralidad de significaciones, nos surge la necesidad -imperiosa- de otorgarle al flujo un sesgo direccional, que le imponga una nueva articulación. Un tipo de práctica que fije una dirección al magma del discurso. No se trata de apelar a esencialismos éticos o aún estéticos. El malestar al que recurrentemente hacemos referencias no tiene su origen en la certeza absoluta de que el acento político deba ser un sine qua non de la práctica de las humanidades. Tampoco es cuestión de invocar diversos modelos magistrales en cuanto a forma, estilo, contenido, sesgos o procesadores de texto. Nada hay que obligue ni que prohíba la defensa de uno u otro sentido como mandato para  las humanidades en su labor aquí y ahora.
Sin embargo, se siente ese malestar, se percibe esa lenta decadencia, se toca ese vacío lleno de palabras vacuas, esa completitud de formularios absurdos -ahora disponibles en diskettes-, ese conocimiento experto del microespacio de los compartimentos estancos.
      No hay un sentido "verdadero" de nuestros saberes, otorgado por una lectura desde metalenguajes esclarecidos. Hay una pluralidad de sentidos a construir, a partir de la indignación, del tedio, de la vergüenza. Elegimos entonces; por la sospecha de que así recuperarán vitalidad, apostamos a dotar a nuestros saberes de sentidos que se muestren sensibles a las urgencias del contexto social y político que nos circunda -o a inventar esas urgencias. Sentidos que denoten una creatividad y una exigencia de calidad irrenunciable. Poco nos importa las acusaciones que se nos harán: vanguardistas, románticos, resentidos, posmodernos, fascistas o comunistas incurables. Nos anticipamos sólo a una porque nos puede ayudar a enunciar lo que creemos ser  uno de los temas más relevantes a discutir y superar colectivamente. La de setentistas. Y es justo aquí, alrededor de la cuestión del sentido "verdadero" de nuestros saberes, donde conviene al menos enunciar nuestra distancia crítica con la experiencia política e intelectual que ha quedado reducida al nombre de una década. En nuestra opción por la politización no hay nada parecido a la asunción de un deber, de una misión ineludible. No sentimos nostalgias ni por los sesentas ni por los setentas. Es más, sabemos que muy poco a gusto nos podríamos sentir rodeados de sartreanos cabizbajos o de dogmáticos amantes de las disciplinas partidarias (demás está decir que hippies y happenings nos serían sencillamente deprimentes). Si hay una figura que ya no nos interesa es la del intelectual sufrido vocero de demandas esenciales, sean estas las de una clase, las de la Nación o las de la ciudadanía. No sólo porque creemos que esas demandas esenciales no son tales si no, sobre todo, porque rechazamos que nuestros deseos deban sostenerse en la invocación de voces otras siempre así enmudecidas. Sospechamos además que en la esclerosis de la última hora de la intervención revolucionaria marxista, ya habitaba, secretamente, el núcleo que organiza el nuevo dogma de la neutralidad de los saberes y de la complacencia tolerante con el capitalismo finisecular. De abrazar la causa fanática del partido a apuntalar con igual ceguera la institución académica. Setentistas que denuncian setentistas. Quien asumía la revolución como una experiencia en la cual la cuota de resignación era mayúscula, insensiblemente puede deslizarse hasta incorporarse a un dispositivo cultural en el cual la resignación es la norma. Sí reconocemos que allí, en aquellos años, habitó la última apuesta seria a la criticidad, aunque estamos lejos de pensarnos obligados a continuar su mismo combate. Pero a su vez, ansiosos de criticidad y de combate, sabemos que el nuestro para que sea efectivo necesita con urgencia de un ajuste de cuentas -grave y jovial a la vez- con esa experiencia. Seguramente no miraremos esos años con ojos tristes modelados por la culpa, ni tampoco con otros hechos de ingenua fascinación. Nuestra mirada ser  sin dudas respetuosa; tendrá  algo de la del ladrón que encarcelado no hace otra cosa que pensar por qué falló para iniciar de nuevo su aventura, pero también ser  la de un sepulturero moroso que por fin se dispone a enterrar ese cadáver. No es exagerado afirmar que parte importante de la responsabilidad por la en extremo devaluada cultura argentina actual, recae en aquellos que quisieron velar esa experiencia dando por muerta con ella la criticidad y, por lo tanto, la vitalidad; y en aquellos otros que aunque sigan pensando como altivos ladrones, se resisten a aceptar que ese cuerpo sólo huele a muerto. Partiendo de nuestro desprecio por la cultura que nos rodea con sus miserias adaptacionistas y sus nuevos liberalismos, ¿cómo reintroducir la criticidad y la política sin ser epígonos farsescos de los revolucionarios últimos? Quizás esta sea la tarea más relevante, la que con más premura se nos imponga y, al mismo tiempo, la que ni bien emprendamos dejar  emerger insospechadas energías dispuestas entonces frente a un blanco quizás también más nítido.
      No todo es Academia la de los ojos entreabiertos. O no debería serlo. Habría que quebrar el mutismo, romper lanzas contra la repetición constante de sentidos consagrados fraudulentamente. Hay que abandonar los papers viejos, amarillentos y ajados, plenos de moho ya, a pesar de haber sido escritos esta mañana, al amparo del subsidio numero tanto, fruto de la nueva categorización alfanumeraria. Papers correctos, con sus citas correspondientes a pie de página, su marco teórico consensuado, su compromiso político con las nuevas prácticas de barrido de basura bajo alfombras, aunque entre los residuos vayan también ansias y pasiones pasadas que no obstante ser nobles son recordadas con vergüenza.
      No creemos que se trate de destruir la Academia. Tarea vana y que bien podría ir acompañada de la ambición de instituirnos como una nueva Academia. Más bien suponemos que su rostro nos es necesario para recordarnos, en nuestra tensión con él, qué es lo que queremos evitar. Que ocupen ellos esos lugares, esos sepulcros; déjennos a nosotros el placer de explorar, de ensayar con nuestros saberes nuevas intervenciones críticas. Sólo cuando estemos agotados, sólo si alguna vez llegamos a sentirnos paralizados por el ansia de reposo, sólo en ese entonces nos interesar  ser Academia. Pero esa es otra historia y quienes acaso la protagonicen no seremos nosotros sino nuestras sombras ya a punto de confundirse con la noche.
      Ahora bien, se nos dirá que nuestra crítica es insincera pues también nos encontramos inscriptos institucionalmente. Que duda cabe de que esto último es cierto: estamos inscriptos y no tenemos ninguna intención de abandonar esas instancias. Pero desacralizamos a la institución, dejamos de concebirla como un fin en sí mismo merecedor de respetos sacrosantos y la queremos abarrotar de preguntas, dudas hasta tal vez hacerla temblar en su actual forma. Rechazamos -e invitamos a rechazar- el destino que la cultura dominante y la Academia nos tienen reservado: el de siervos atados a través de papers a parcelas diminutas llamadas temas de investigación; siervos profesionales a los que ya crecidos se les permite alguna incursión un tanto más libre en forma y estilo, siempre y cuando respete la máxima de no dramatizar lo que siempre tiene que ser un remanso; siervos -siempre siervos aunque ahora un poco más cínicos y sueltos de lengua-, que en vías de consagración o ya consagrados se atreven a intervenir políticamente aunque, por supuesto, dentro de la tonalidad cobarde propia del neoliberalismo: objeciones tibias a la corrupción del sistema político, defensa cándida del republicanismo y provisión de "ideas" para candidatos políticos discretos y olvidables. Empezamos a concebir a la Universidad como territorio de una disputa que no es electoral ni curricular y que justamente por eso nos interesa. Se trata de llenar de escollos ese destino profesional "progresista" produciendo un nuevo devenir que anude a nuestros saberes y prácticas a la gran política entendida como transformación de un campo de fuerzas, como creación de una nueva cultura. Si hoy habitamos como extranjeros los intersticios de la Facultad no es porque nos encontremos al acecho buscando asaltar su corazón académico, sino para que un día los deseos que hoy mueren en ella empantanados -y por qué no tal vez la Facultad misma-, se vuelquen renacidos en una nueva batalla.
      Frente a aquellos papers ajados, papeles de recienvenidos. Frutos de nuevas escrituras, muchas de ellas recién llegadas a esta Academia obnubilada y que por eso mismo tal vez no se sientan comprometidas con la rueda de  fracasos necesarios, de corrección política aséptica, de política vista desde arriba, del transcurso lento de las escenas de la vida post-mortem de nuestros años noventa. Frente a esto entonces, papeles de recienvenidos, escenas de la vida por venir. Escenas que denuncien hegemonías y traiciones, que impugnen saberes vacuos y machacones, que delaten al libre mercado que importa letras del centro que entran con sangre al ser revendidas en los mercados de la periferia.
      No esquivamos nuestras debilidades. La desproporción de este manifiesto entre su parte crítica y su parte afirmativa es evidente. ¿Qué quiere decir "dotar a nuestros saberes de un nuevo sentido político"? ¿Cómo salir del ghetto académico? ¿Qué es la política o la Gran Política? ¿Dónde están los "papeles de recienvenidos"? ¿Son posibles? ¿Cómo hacemos para despegarnos de los '70 pero sobre todo, cómo ajusticiamos a los '90? Esta desproporción nos sienta bien; tenemos tareas crítico-políticas que seguro nos pueden ayudar a evitar esa forma de la escritura tan actual que parece no apuntar a nada, que se desgrana ya muerta sobre una pantalla o un papel. Tenemos necesidad de nuevas palabras. Nuestra debilidad es antiescolástica: delata ausencia de dogmas y acepta el riesgo de la apuesta.
      Convocamos a la tarea colectiva de debatir estos interrogantes dejando que surjan todos esos otros que desde hace años esperan agazapados que alguien los formule. Queremos invitar a que se recuerde activamente qué nos empujó a ingresar a esta Facultad. Convocamos más aún a la tarea de crear lo que aún no vemos.
      Sólo deseamos empezar iluminando los ojos entreabiertos de una Facultad que no alcanza aún a salir de su sopor y observa como entre nubes de éter los acontecimientos que se precipitan más o menos lejos, allí donde ningún paper podría llegar, allí donde son muertos los mensajeros.



El colectivo responsable del Manifiesto de Octubre está integrado por: Ezequiel Adamovsky, Ana G. Alvarez, Karina Bermudez, Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz, Juan Manuel Obarrio, Elsa Pereyra, Horacio Tarcus, Javier Trímboli, Julio Vezub, Fabio Wasserman.

Recibimos adhesiones y convocamos a una asamblea de discusión del Manifiesto para el 16 de octubre a las 19 hs. en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras.








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