martes, 17 de marzo de 2015

Observaciones teóricas y metodológicas a propósito de Historia de la clase media argentina*


Anexo para la séptima edición


("Anexo para la séptima edición: Observaciones teóricas y metodológicas a propósito de Historia de la clase media argentina", en Ezequiel Adamovsky: Historia de la clase media argentina: Apogeo y decadencia de una ilusión, 1919-2003, 7ma. ed. corregida y aumentada, Buenos Aires, Booket/Planeta, 2015, pp. 497-514.)




Las notas que siguen, que ofrecen una breve discusión sobre algunos problemas teóricos y sobre la metodología empleada en este libro, están dirigidas a un público académico.
        Desde su primera edición en 2009, Historia de la clase media argentina tuvo una entusiasta recepción entre el público general. Su aparición mereció notas en casi todos los diarios y revistas de alcance nacional y en una buena cantidad de los de llegada provincial o local. Noticieros de TV y programas de historia, de interés general y de política se interesaron por él y hubo no menos de medio centenar de entrevistas radiales. El argumento central del libro ha sido utilizado para un documental[1] y también para una serie producida por Canal Encuentro en 2012. Algunas de sus conclusiones comienzan lentamente a incidir en un sentido común hasta ahora totalmente dominado por una visión bastante diferente.
        En ámbitos académicos la recepción también fue muy buena, especialmente en el plano internacional. En 2009, la Conference on Latin American History de EEUU otorgó a un avance de la investigación el premio James Alexander Robertson. Además, el trabajo fue reseñado elogiosamente en revistas especializadas de ese país, de América Latina,  de varios países europeos y también de Israel; la revista Hispanic American Historical Review lo consideró “un estudio señero para los años por venir”[2] y ha sido reconocido como  uno de los aportes que componen la discusión historiográfica global.[3] En el campo académico local, sin embargo, el libro fue inicialmente recibido con frialdad. Prácticamente no fue reseñado por revistas argentinas (al día de hoy se cuentan más reseñas en EEUU que en el país, a pesar de no haber sido traducido al inglés). Por suerte, luego de los tres primeros años esa tendencia se fue revirtiendo y el libro concitó una creciente consideración entre los colegas y encontró su camino de ingreso en los programas de materias de varias universidades. En 2013 un jurado de reputados historiadores decidió galardonarlo con el Premio Nacional.
        Los motivos de la frialdad inicial pueden ser, naturalmente, de diversa índole. Limitándome a los de orden estrictamente historiográfico, acaso haya tenido cierto peso el hecho de que el libro cuestione la narrativa de la historia hegemónica dentro del campo académico local y, junto con ella, las conclusiones a las que en su momento arribaron figuras como Gino Germani o José Luis Romero, que todavía orientan a muchos investigadores actuales. Las objeciones que presento respecto de la validez del concepto de “modernización” o el señalamiento del punto ciego que implica seguir ignorando las diferencias étnicas a la hora de explicar la formación de las clases sociales en Argentina, pueden haber disgustado a algunos colegas que comulgan con otras visiones. Pero más allá de todos estos motivos, es probable que la decisión de escribir Historia de la clase media argentina para un público amplio, paradójicamente, haya contribuido a hacer su lectura más difícil para los especialistas. En efecto, una de las decisiones que el estilo más llano impuso fue la de omitir el capítulo “teórico” que habitualmente abre los trabajos dirigidos a un público académico. La ausencia de esa guía interpretativa probablemente haya contribuido a generar ciertos malentendidos, especialmente entre los colegas que no están familiarizados con los debates internacionales sobre la clase media o que leyeron sólo partes del libro. Es por eso que decidí incluir este nuevo Anexo, para clarificar los principios teóricos y metodológicos que nutren esta investigación.[4]



Algunas puntualizaciones teóricas



El principal problema de los trabajos que refieren a la clase media es la frecuente falta de rigor analítico en el uso de esa categoría, que se emplea como clave explicativa a priori, sin someter la evidencia obtenida a ningún ejercicio de validez contrafáctica. En otras palabras, los investigadores suelen asumir que el fenómeno que están investigando –una conducta, una serie de valores, lo que fuere– se explica por la pertenencia de clase de la “clase media” (comoquiera que la hayan definido: como un nivel de ingreso o como un conjunto de categorías ocupacionales). Pero rara vez se ocupan de comprobar si el fenómeno en cuestión no está también presente en otros grupos sociales, o si, en los sectores medios, se explica mejor por otras variables, antes que el ingreso o la ocupación. En efecto, en el campo académico cualquier investigación que haga foco en personas que no son demasiado pobres ni extremadamente ricas suele presentarse sin más como una indagación sobre la “clase media”. Por ejemplo, se estudia la vida familiar en una muestra de cien personas de ingresos medios, se encuentran patrones recurrentes, y se concluye que “la clase media” tiene roles de género diferentes según se trate de varones o mujeres. Pero el recorte de una muestra de ese tipo parte de nociones apriorísticas que rara vez se someten al rigor empírico. El efecto es que, con demasiada frecuencia, los hallazgos en verdad son inespecíficos –es decir, se encuentran también en otras clases– o no corresponden a una “clase”, sino a un conjunto de personas cuyas coincidencias derivan de su común pertenencia a otro tipo de agrupamientos. Volviendo al ejemplo, las diferencias en los roles de género que la hipotética investigación halló en la “clase media”, muy probablemente también estarían presentes en muestras de gente de ingresos altos y/o bajos. Puestos a hilar fino, quizás encontraríamos que determinado rasgo –digamos, un mayor machismo– en verdad no es función de las diferencias de ingreso, sino de exposición a la educación. Así, desagregando la muestra inicial de cien personas, notaríamos que la minoría de los que pertenecían al gremio de los pequeños comerciantes con educación secundaria incompleta en verdad tenían rasgos de vida familiar más cercanos a los de las personas de clase baja, mientras que los de educación universitaria tendrían características indistinguibles de las de las personas de clase alta. ¿Por qué entonces se reunió inicialmente a almaceneros y médicos en la misma “clase” a efectos de comprender sus pautas de vida familiar? ¿Por qué no se los agrupó respectivamente con la clase baja y la alta? ¿O por qué no se concibió la posibilidad, en lugar de asumir a priori la existencia de tres categorías sociales –baja, media, alta–, de recortar cuatro, cinco o seis “clases” de personas?
        Comencemos por el principio: una clase no es un nivel de ingreso, ni se forma por el agrupamiento automático de ciertas categorías ocupacionales. Por supuesto, las personas tienden a compartir características según cuánto dinero posean, porque el dinero disponible afecta numerosos aspectos de la vida. Pero no va de suyo que los niveles de ingreso se ordenen en tres categorías (bajo-medio-alto) ni que cada una corresponda a una clase. Si en lugar de tres, distinguiéramos diez deciles de ingreso, hallaríamos un gradiente de características cuya presencia se escalona en intensidad entre el más alto y el más bajo. De ello no concluimos, sin embargo, que existan diez clases sociales. Porque una clase social no es un mero grupo de personas que llevan vidas similares (aunque cierta similitud sea condición necesaria de su existencia), sino una relación social en la que participan conjuntos concretos de la población, que se expresan como tales de maneras empíricamente observables. No siempre que hay diferencias sociales hay clases sociales. Porque las clases no existen en virtud de un ejercicio abstracto del investigador que asocia grupos de personas según mejor le parezca: para ser reconocidas como tales deben tener una consistencia empírica, concreta, observable. Por poner un ejemplo: al menos desde la Antigüedad hubo en Europa personas pobres que trabajaban a cambio de un salario. Sin embargo, nadie sostiene que hubiera entonces una “clase obrera”. Por el contrario, comienza a reconocerse su existencia a partir de la Revolución Industrial, cuando no sólo los hubo en mayores aglomeraciones, sino que también comenzaron a organizarse como clase, exploraron formas de resistencia en común, desarrollaron ideas políticas propias y, finalmente, una identidad, expresada en símbolos, vocabularios, mitos, rituales, etc. por la que se reconocían iguales entre sí y diferentes a las personas de clases más altas. Los asalariados de la Antigüedad seguramente compartían estilos de vida e ideas similares, pero eso  no alcanza para considerarlos una verdadera clase social. 
        En este libro, he partido de ese imperativo: no busqué una definición a priori de la clase media, agrupando por descarte a todos aquellos que no pertenecían a la clase trabajadora ni a la clase alta. Por el contrario, me orienté a explorar cuándo y de qué manera la “clase media” adquirió en Argentina una existencia empíricamente observable. En el siguiente apartado volveré sobre los problemas metodológicos asociados a esta vía de entrada. Por lo pronto, valga mencionar brevemente que, como marco conceptual, me he servido de algunas herramientas del llamado “marxismo crítico”, en particular el análisis de la formación de las clases sociales como resultante de procesos históricos de “clasificación” y “desclasificación” que se libran como una lucha nunca del todo concluida por el control de los recursos económicos, pero también de los políticos y simbólicos.[5] He interpretado la “clase media” como el resultado de una serie de “operaciones de clasificación” que, por motivos estrictamente históricos, se entrelazaron y encontraron un terreno fértil para arraigar entre 1919 y 1955, tanto por los cambios productivos y demográficos previos, como por las alternativas de la política y de la cultura nacional en esos años. Aunque a algunos lectores les ha dado la impresión de que el libro considera estos procesos de clasificación como emanados exclusivamente del mundo de la élite, creo haber destacado en varios momentos que los propios sectores medios o incluso bajos también contribuyeron decisivamente en ellos.[6] La construcción de una “clase media”, en fin, no se explica como resultado de una acción unilateral de las clases altas, sino como un proceso de protagonistas múltiples.
        Por último, este libro sostiene que la “clase media” no es una clase social propiamente dicha, sino una identidad. Tener una identidad específica suele ser uno de los atributos que dan cuerpo a las clases sociales. Pero eso no significa que toda identidad necesariamente indique la presencia de una clase. “Clase media” es una identidad que, a pesar de su nombre, no se apoya en una verdadera clase social. En otras palabras, no se trata de un grupo concreto de la población, distinguible de otros por criterios objetivos y/o por haberse organizado como clase en determinado momento, sino de una identidad específica que fue haciéndose carne de formas variables en personas concretas que, sin embargo, no establecían entre sí otro lazo empíricamente observable que no fuera ese. En Argentina la identidad de “clase media” nunca dio lugar a la conformación de un sujeto gremial y sólo en algunos momentos fue canal para la galvanización de un sujeto político más o menos unificado. Esta afirmación ha dado lugar a equívocos, de modo que conviene detenernos un momento en sus implicancias. Para empezar, esta aseveración no se hace extensiva a otras clases sociales: a diferencia de lo que interpretó algún lector apresurado, no sostengo que las clases en general no sean sino identidades, ni mucho menos parto de un enfoque “posmoderno”.[7] Todo lo contrario: mi análisis apunta en todo momento a la materialidad de los vínculos sociales. Los procesos de “clasificación” descritos tienen una base económica y demográfica oportunamente explicada, aunque por supuesto no terminan allí, sino que involucran también aspectos políticos, culturales y discursivos. La intención de mi trabajo en todo caso es la de arribar a una explicación integrada del cambio social, que no convierta a los aspectos ligados al plano de la cultura en meros epifenómenos de los que tienen que ver con lo económico.
        Pero dicho esto, resulta evidente que el concepto de identidad no es del todo apropiado para designar lo que en este libro hemos analizado. Tal concepto ha sido objeto de impugnaciones en las últimas décadas. En sus usos más “duros” (que son también los del sentido común), identidad apunta a la existencia de algún atributo que hace iguales a un conjunto de personas, de un modo más o menos continuado en el tiempo. Suponer una “identidad de clase media”, definida de este modo, sería afirmar que todas las personas que participan de ella comparten una serie de ideas sobre sí mismas, sobre el mundo y sobre los demás, y que esa serie es más o menos invariable. Se ha cuestionado estos abordajes “duros” por su sesgo esencialista y es esa una crítica que este autor comparte.
        En vista de esta impugnación, entre los académicos se han ensayado definiciones más “blandas” de identidad, que la conciben de un modo casi opuesto, como una serie de nociones sobre sí que son más bien inestables, fragmentarias, contingentes, situacionales, objeto de negociaciones constantes, etc. Pero el problema con ellas es que vuelven incomprensible el hecho de que algunos de los elementos constitutivos de las identidades son notablemente estables y persistentes; si todo es siempre contingente y fluido, la propia noción de identidad pierde todo sentido. Y ya que nuestro trabajo ha señalado la existencia de elementos de firme arraigo en la identidad de clase media en Argentina, tampoco podemos apoyarnos en estas definiciones “blandas”.
            Por “identidad de clase media” este libro quiere significar un conjunto de representaciones que se fueron entrelazando a través del tiempo, que es el que se pone en juego cuando las personas se identifican como pertenecientes a la “clase media”. En el caso argentino ese conjunto incluye como elementos principales: 1) una metáfora de base o, mejor dicho, lo que en otro sitio he llamado una formación metafórica, por la que la sociedad aparece comprendida según los términos del mundo físico –como si fuera un cuerpo con volumen, del que pudiera distinguirse un “arriba”, un “medio” y un “abajo”– y, a la vez, según los presupuestos de la doctrina moral del justo medio, por la que el lugar intermedio aparece como locus de la moderación y la virtud (por oposición a los “extremos” –en este caso los de la riqueza y la pobreza– que son sitio del vicio y del exceso que amenaza el equilibrio social);[8] 2) un conjunto de nociones acerca del valor relativo de la ocupación de una persona, del dinero que posee y del modo en que su capacidad o posición económica se ponen en juego a través del consumo (todo ello a su vez asociado a ciertos rasgos intelectuales o morales tipificados como “cultura”, “merecimiento”, “distinción”, etc.); 3) nociones de “normalidad” o “decencia” relacionadas con determinados tipos de conducta en la vida social.     En verdad, estos tres elementos no son específicos de la Argentina sino más bien universales. Pero a ellos se agregan otros más característicos de nuestro país: 4) un ordenamiento jerarquizado de las personas según sean o no “blancas”, también ligado a toda una serie de rasgos morales e intelectuales que se les atribuyen; 5) una narrativa de la historia argentina concebida como una épica lucha de civilización contra barbarie (o modernización contra atraso) en la que Buenos Aires, algunos próceres, la inmigración europea y ciertos hitos –la Organización nacional, la aparición de la clase media, el ascenso de la UCR, la Reforma universitaria, etc.– fungen como abanderados de lo primero, mientras otros simbolizan la persistencia de la barbarie; 6) un “mapa mental” que relaciona todo lo anterior con el espacio geográfico, distinguiendo un gradiente de zonas modernas/blancas/de clase media/seguras de otras que aparecen como todo lo contrario; 7) ciertos objetos, héroes, prácticas, modismos que se reconocen como “emblemas” de la clase media (M’hijo el dotor, Mafalda, las vacaciones marplatenses, Alfonsín, la casa propia, etc.).
        La consistencia de la “clase media” reside en ese conjunto de representaciones. Así como “clase media” no es una clase, tampoco alude aquí a un grupo concreto de la población dotado de alguna característica “subjetiva” en común. En fin, “clase media” no designa en este trabajo a ningún grupo concreto, a ninguna entidad, como quiera que sea definida (para aludir a las personas reales, hemos usado siempre “sectores medios”, a falta de un rótulo mejor). Por supuesto, la identidad de clase media afecta a las personas de sectores medios más que a otras. Pero no sería posible establecer con límites precisos el conjunto exacto de todos y cada uno de los individuos que se ven así afectados, ni estaría tal conjunto formado por personas dotadas de nociones idénticas sobre su lugar en la sociedad. Todos los elementos descritos más arriba funcionan ciertamente como una formación discursiva: cuando uno se invoca, es altamente probable que los demás también se activen. Pero no se trata de un discurso homogéneo o perfectamente reglado, ni mucho menos de un dispositivo: para un empleado de comercio, su modesto sueldo será suficiente como carta de ingreso a la clase media, pero un mediano empresario muy probablemente lo considerará pobre; para algunas personas el peronismo será una actualización de la barbarie, para otras una continuidad en la historia de la modernización; un porteño de Barrio Norte acaso sea más quisquilloso con los matices del color de la piel, pero lo será menos otro porteño menos discriminador, o alguien que nació en Catamarca, donde incluso personas de clase alta pueden tener la tez más oscura. Asumirse “de clase media” no significa necesariamente incorporar en bloque todos y cada uno de los elementos descritos. Tampoco se trata de un conjunto de elementos totalmente sólido, coherente e inalterable. Es cierto que algunos han sufrido profundos cambios en pocos años y que otros pueden activarse de manera distinta según la situación. Pero eso no quiere decir que otros no sean más estables y permanentes (por caso, la formación metafórica descrita anteriormente se ha mantenido con leves variaciones desde la época de Aristóteles). En fin, no se trata de una identidad en sentido “fuerte”: no es un conjunto de ideas sobre sí que haga casi idénticas a las personas en determinado momento y a través del tiempo. Pero sí tiene la suficiente consistencia como para incidir en el modo en que una buena porción de la población se percibe a sí misma en relación con los demás. No cabe duda de que, cuando se pasa del caso individual al análisis del conjunto, la red de representaciones que conforman la identidad de clase media produce efectos profundos en las prácticas sociales. A falta de otra mejor, he optado por mantener la noción de “identidad” así definida (cambiarla por otras alternativas que han presentado algunos autores, como “posicionalidad”, “identificación” o “comprensión de sí”, no me resultaba en claro beneficio para la argumentación, especialmente en una obra dirigida a un público general).[9]
        Sobre la base de este posicionamiento teórico, se equivocan quienes han creído leer en este libro afirmaciones genéricas sobre los rasgos de la clase media argentina. Por caso, casi simultáneamente dos colegas lo criticaron por afirmar dos cosas opuestas: según uno, que la clase media se hizo de izquierda y peronista en los años setenta y, según el otro, que se mantuvo siempre antiperonista.[10] Historia de la clase media argentina no afirma ninguna de las dos cosas, ni ninguna otra de ese tenor, por el simple hecho de que se ocupa centralmente de mostrar que los sectores medios no conforman una clase social ni un agrupamiento real de la población del que pueda sostenerse que piensa o actúa en tal o cual sentido. La identidad de clase media tracciona a los sujetos que la asumen (y no todos la asumen) en determinada dirección, pero su influjo no se manifiesta en todos de la misma manera ni con la misma intensidad, ni tiene una eficacia constante o inexorable. De hecho, este libro se ocupó de mostrar tanto momentos en los que la identidad en cuestión se desplegó de formas poderosas, como otros en los que procesos de “desclasificación” e identidades alternativas erosionaron su dominio. La propia existencia de una clase media, en este sentido, ha sido objeto de poderosas disputas. La notable presencia de discursos a favor y en contra de ella en los debates públicos argentinos podría interpretarse como síntoma de la inestable hegemonía que esa identidad ha logrado o, dicho al revés, de la extraordinaria vitalidad entre nosotros de identidades “populares” más abarcadoras y capaces de poner en entredicho el lugar de las clases dominantes.


Cuestiones metodológicas e historiográficas



La estructura de Historia de la clase media argentina es algo inusual, ya que no se utiliza una sola metodología a lo largo de todo el texto, sino varias, según el problema al que refiera cada capítulo o sección; además, incluye extensos nexos puramente narrativos entre las partes. Eso ha dado lugar a algunos malentendidos, especialmente entre quienes no leyeron el texto completo. 
        Una de las metodologías empleadas es la más tradicional de la historia social, reconocible en el trabajo sobre los cambios demográficos y socioeconómicos y sobre las entidades gremiales, sus reclamos y sus repertorios de acción (la última sección del cap. 2, los caps. 5 y 6 y parte de los caps. 9, 15 y 16). Otros segmentos, por su énfasis en la relación entre política y cultura y entre discursos y prácticas, podrían enmarcarse mejor como historia cultural (especialmente los caps. 3, 4, 10). La historia de las representaciones de cuño francés, con su atención a los desplazamientos (écarts) discernibles en el modo en que algo aparece representado, se reconoce especialmente en las cuatro secciones tituladas “La clase media en escena” (y también en otras partes de los caps. 8, 13, 14 y 15).
        Pero todo lo anterior de algún modo gira en torno de la que es la principal herramienta empleada: la de la historia conceptual de tradición alemana (Begriffsgeschichte), que domina el nudo de la argumentación en los caps. 1, 7, 11 y 12. Como se trata de una metodología conocida para quienes se ocupan de épocas anteriores, pero poco transitada por los especialistas en el siglo XX, conviene detenerse un momento para justificar su pertinencia. Explicada sumariamente, la Begriffsgeschichte se ocupa de localizar aquellas expresiones de uso corriente que funcionan como verdaderos conceptos. Una palabra se convierte en concepto “si la totalidad de un contexto de experiencias y significaciones sociales y políticas, en el cual y para el cual se usa una palabra, entra, en su conjunto, en esa única palabra”.[11] Entendidos de este modo, el surgimiento y las mudanzas de sentido de los conceptos pueden interpretarse como indicio de cambios más generales en la sociedad. Pero a la vez son ellos mismos factores de cambio social. La tarea del historiador que emplea esta metodología es la de conducir esos conceptos de vuelta a sus contextos sincrónicos, analizándolos como parte de los debates de su tiempo, pero también la de situarlos en la cadena diacrónica a la que pertenecen, y de la que son, a la vez, índices y factores productivos.[12] “Clase media” es indudablemente uno de los conceptos centrales que han dado sentido a la experiencia de la política de masas en buena parte del mundo. Su emergencia delata cambios cruciales en la estructura de la sociedad y en la organización de la vida política. Pero a la vez, al recortar una clase intermedia donde antes no la había, la propia expresión “clase media” contribuyó a imprimir un determinado sentido a los vínculos sociales. Ya que la sociedad no tiene ningún “medio” –como no sea en virtud de una operación metafórica– la expresión “clase media” tiene una dimensión performativa especial. Nombrarse “clase media” no sólo es unificarse con otros como clase: es también colocarse en el medio, una operación del orden de lo simbólico con profundas consecuencias en el plano de las relaciones entre las personas.
        La insistencia de los creadores de la Begriffsgeschichte en que los conceptos son registros de la realidad y, al mismo tiempo, factores de cambio de la propia realidad, despeja cualquier duda acerca de alguna intención puramente discursiva en el interés por el nombre de la clase que nos ocupa. Bien entendida, la Begriffsgeschichte va más allá de la antinomia que marcó durante muchos años el campo historiográfico, aquella que parecía obligarnos a optar entre un interés por los condicionantes materiales de la vida social que resultaba ingenuo frente a la fuerza performática de los discursos, o la fascinación por las bondades de un giro lingüístico que imaginaba un “texto social” libre de interferencias extradiscursivas. En efecto, aunque se ocupe centralmente de una cosa inmaterial como son los conceptos, la Begriffsgeschichte puede ser una herramienta iluminadora para el análisis material –incluso materialista– de los procesos de cambio socio-histórico. Por eso resultan de gran ingenuidad las críticas de un colega en el sentido de que Historia de la clase media argentina, a pesar de su título, sería apenas una historia de “la idea de clase media” que se ocupa puramente del plano discursivo con un enfoque “nominalista” que se desentiende de la “historia social”.[13] Como advirtió su creador hace ya cuarenta años, es un error contraponer la historia conceptual a la historia social como si fuesen perspectivas excluyentes: la primera no es más que un recurso especial dentro del repertorio de recursos de los que dispone la segunda.[14] Así fue utilizada en este libro, del que es absurdo afirmar –como lo hizo el colega en cuestión– que no se interese por analizar “los niveles de ingreso, la propiedad, los valores, la estructura e ideales familiares, el lugar de residencia, la educación, etc.”, elementos cuya presencia en el texto puede discernirse con sólo leer los subtítulos que llevan los apartados contenidos en los primeros capítulos.
        La pertinencia de la historia conceptual para el estudio de la clase media aparece con mayor claridad a la luz de los debates recientes en el plano internacional. El campo de estudios de la clase media giró durante mucho tiempo en torno de la necesidad de establecer “objetivamente” qué conjunto de sectores ocupacionales conformaría su escurridiza sustancia, qué tipo de relaciones mantendría con los otros dos agrupamientos sociales fundamentales que están por encima y por debajo de ella y cuál sería su papel específico en el desarrollo histórico. Es lo que en Argentina, por ejemplo, intentó Gino Germani. Aunque no faltan quienes siguen utilizando este tipo de enfoques, en las últimas dos décadas han sido sometidos a intensos cuestionamientos en todo el mundo. Por una parte, como ya explicamos en el apartado teórico, se ha apuntado que las clases sociales surgen como fruto de un proceso de formación que sólo puede entenderse en términos relacionales e históricos. La misma existencia de una clase media y su composición no pueden deducirse de esquemas abstractos, sino que necesitan ser demostradas empíricamente. No resulta válido definir una clase media a priori, por el agrupamiento de una serie de categorías sociales sin otra cosa en común que su no-pertenencia a otras clases. El análisis comparativo mostró que los lazos de unión entre esas categorías no siempre están presentes: los intereses económicos inmediatos, que colaboran fuertemente a asociar a trabajadores o a empresarios como clase, tienen una capacidad estructurante mucho menor –a veces nula– fuera de esas dos categorías. Asimismo, en diferentes contextos nacionales, una misma categoría social puede ser mejor comprendida como parte de la clase alta o de la baja. La “burguesía”, por caso, es considerada parte de la primera en algunos países o períodos y de la “media” en otros, mientras que los escalones bajos del empleo de cuello blanco con frecuencia aparecen asociados a la clase trabajadora.[15]  Por último, algunos autores también han apuntado al carácter ideológico del propio concepto de “clase media” y de las narrativas de la civilización/modernización de las que forma parte, toda vez que producen un borramiento típicamente liberal de las jerarquías de poder que caracterizan las relaciones entre las sociedades supuestamente “civilizadas” y sus periferias, y entre las clases dominantes y las subalternas. Trasladado a las situaciones periféricas, el concepto de “clase media” con frecuencia conlleva una valoración implícita del grado de “modernidad” de una sociedad, según se parezca más o menos al modelo de desarrollo de Europa, continente caracterizado, en los relatos historiográficos dominantes, por la centralidad que habría asumido esa clase.[16]
El campo internacional de estudios históricos de la clase media ha procesado estos cuestionamientos reenfocando las investigaciones de manera crucial. En lugar de asumir a priori la existencia de una clase media de la que luego se estudiarán pautas de comportamiento, importa ahora comprender los procesos socio-políticos y/o discursivos por los que, en contextos específicos, se recorta una “clase media”. En otras palabras, se busca entender las condiciones en las cuales determinados grupos de personas se agrupan con (o se sienten cercanos a) otras como una “clase media”, en lugar de aglomerarse con otros sectores, o de conceptualizar su nucleamiento de otra manera (por ejemplo, como una “clase de servicios” o como un “pequeño y mediano empresariado”). Desde el punto de vista de esta renovación historiográfica, no va de suyo que exista en cualquier contexto y lugar una clase media por la mera presencia de las categorías ocupacionales que supuestamente la conforman. Pequeños productores y comerciantes o “trabajadores intelectuales” existieron desde tiempos remotos, y no alcanza con postular que se convierten en una clase media por el simple aumento de su peso demográfico (¿Cuál sería en ese caso el umbral? ¿Puede definirlo a priori un historiador?). Más generalmente, no existe ningún motivo indefectible por el que un empleado de comercio deba formar una misma clase con el dueño de ese mismo comercio y con el médico que los atiende a ambos, ni va de suyo que, de existir, esa clase unificada se sitúe como una clase media. Como quiera que uno la defina, la existencia de una clase media como objeto de estudio depende de una demostración empírica que consiga probar no sólo que existen rasgos específicos y distintivos compartidos por un conjunto de personas, sino también que ese conjunto de personas se imagina como un grupo más o menos homogéneo que se sitúa en medio de una clase superior y otra inferior. No existe la “clase media” como problema de estudio si este último criterio no se verifica, toda vez que, como señalamos, la propia expresión “clase media” activa un verdadero mapa mental de las diferencias sociales y de sus valores asociados. Por dar un ejemplo, muy diferente sería una sociedad en la que existiera un esquema de clases tripartito funcional (“los que piensan”-“los que trabajan”-“los que poseen la propiedad”). En ese caso, habría jerarquías entre las clases, pero no un ordenamiento según la metáfora espacial alto-medio-bajo. La diferencia no es menor, ya que, en ese caso, ninguna clase llevaría implícitos los valores morales del “justo medio” y las funciones sociales que la propia imagen de una “clase media” evoca.



Argentina: los inicios de un debate



En Argentina existen numerosas y valiosas investigaciones sobre diversos procesos en los que intervinieron personas de sectores medios (la inmigración, las asociaciones voluntarias, el uso del tiempo libre, la familia, los consumos culturales, los cambios en el lugar de las mujeres, etc.), pero las investigaciones históricas sobre la clase media propiamente dichas están apenas en su etapa inicial.[17] Todavía predominan, entre los trabajos que anuncian dedicarse a tal o cual aspecto de la “clase media”, el tipo de enfoques apriorísticos y esencialistas que la renovación historiográfica internacional viene cuestionando desde hace dos décadas. En el debate que las proposiciones presentadas en Historia de la clase media argentina vienen suscitando, algunas voces se han pronunciado en apoyo de la interpretación germaniana (llamémosla así para abreviar). Por un lado, ha habido defensas del concepto de “modernización” como clave interpretativa, aunque sin atender a la amplia literatura internacional que lo cuestiona. Desde este punto de vista, basta con identificar canales de movilidad social ascendente que aseguraran la “notabilidad” de ciertos inmigrantes, para declarar la existencia de una clase media. Se supone que, como había a principios del siglo XX un sentido de “respetabilidad” asociado a personas que no pertenecían a la clase alta, entonces había una clase media.[18] A la luz de los debates hasta aquí reseñados, este enfoque tiene limitaciones evidentes: que exista tal respetabilidad no nos dice nada acerca del modo en que pudiera contribuir o no a la delimitación de una clase social, ni el momento preciso en el que comenzara a hacerlo. Sabemos, por caso, que un pulpero de principios del siglo XIX en Buenos Aires gozaba de un respeto social mayor que el que tenía un peón (con frecuencia a aquél se le concedía el trato de “Don”), aun si no era aceptado entre los altos círculos sociales. No obstante, nadie sostendría que antes de la Independencia existía en el Río de la Plata una clase media, incluso si había médicos, notarios, maestros, pequeños y medianos comerciantes y empleados. La sociedad estaba claramente dividida según un corte binario.[19] En torno de las décadas de 1850 y 1860 los canales de movilidad ascendente para los inmigrantes eran incluso más rápidos y efectivos de lo que serían cuatro décadas más tarde. Sin embargo, nadie sostiene que entonces ya existiera una clase media. Evidentemente, en la Argentina de fines de ese siglo las cosas ya no estaban tan claras. La sociedad se había vuelto más compleja y cambiante y nadie estaba ya seguro de quién era quién. Había canales de ascenso social (también de descenso) y personas que tenían o creían merecer mayor estatus que otras, sin pertenecer al mundo de la clase alta. Sin embargo, como hemos afirmado en este libro, esos sentidos de jerarquía se ordenaban en un degradé de posiciones que, por entonces, no había dado lugar a la cristalización de una frontera de clase precisa que demarcara un sector “medio” diferente del alto y del bajo.
        Emparentadas con la anterior, otro tipo de objeciones apuntaron a la existencia de una clase media incluso si no existía un sentido de pertenencia explícitamente expresado. Atentos a la evidencia presentada, que apunta a la bajísima circulación del término “clase media” antes de 1919, sostienen que podría haber habido de todos modos una verdadera cultura de clase, incluso si esa clase todavía no tenía un nombre que la identificara como tal. Esta línea argumental afirma que existían antes de ese año elementos culturales o actitudinales comunes en el universo de los sectores medios, más allá de su heterogeneidad. Los elementos en común, según una formulación, serían el prejuicio contra el trabajo manual, la alta valoración de la “instrucción, cultura y el respeto a las normas”, y una actitud apolítica o de “neutralidad ideológica”.[20] Existe en este planteamiento una dificultad metodológica de partida. Efectivamente, del análisis empírico surge que varios de los rasgos señalados eran compartidos al menos por una buena porción de lo que luego se llamaría clase media. Sin embargo, la mayoría de ellos son inespecíficos. En otras palabras, no delimitan un espacio social diferenciado del de la clase baja y la alta, ni ayudan a identificar un momento histórico de cambio que pudiera haber dado a luz a la clase en cuestión. El prejuicio contra el trabajo manual es un antiguo legado hispánico colonial que ciertamente unificaba a todo el que pudiera evadirse de él (incluyendo por supuesto a las clases altas). El apoliticismo estaba bien presente entre las corrientes sindicalistas y anarquistas que tenían prédica entre los obreros en torno de 1910 y lo mismo vale para el alto valor asignado a la educación y la cultura. El respeto a las normas acaso estaba menos presente entre los sectores populares, pero es dudoso que verdaderamente sea un rasgo atribuible a cualquier sector social en Argentina.
Otra intervención reciente –que, según propia confesión, es “conjetural” antes que basada en trabajo empírico– apunta a tres diferencias culturales fundamentales que darían cuenta de la existencia de una clase media, con o sin su nombre. Por un lado, hacia fines del siglo XIX los sectores medios habrían desarrollado “un nuevo modelo de familia” que, a diferencia de las de la alta sociedad porteña, de pretensiones aristocratizantes, se identificaba con “valores de impronta burguesa tales como la respetabilidad, el ahorro y el esfuerzo y la mejora a través de la educación”. Se organizaba en torno de la “familia nuclear” de pocos hijos, antes que en esas familias extensas de prole numerosa que convivían bajo el mismo techo en las mansiones aristocráticas. En segundo lugar, la existencia de una clase media quedaría demostrada por la presencia de patrones de consumo que, si bien en un principio anhelaron imitar el estilo de la élite, en torno de los años veinte se orientaron hacia una mayor “medida y austeridad” y adoptaron referencias de una cultura de masas que rápidamente se mundializaba y que no reproducía la que animaba la clase alta tradicional. Por último, luego del Centenario los sectores medios se habrían apartado del universo moral de la élite, a la que criticaron severamente por su estilo de vida y su vocación excluyente. En fin, el surgimiento de los sectores medios, según esta conjetura, marcaría un vertiginoso paso de un momento inicial previo a 1910, marcado por la indiferenciación y la vocación imitativa, a otro caracterizado por el desarrollo de un sentido del propio valer que no sólo la separó definitivamente de alta sociedad, sino que incluso la ubicó en “el centro de la escena” nacional, desplazando definitivamente a la élite.[21] Como en el caso anterior, muchos de estos rasgos son en verdad inespecíficos desde el punto de vista de su arraigo en las clases sociales, o corresponden a tendencias de cambio histórico que involucran a toda la sociedad (como la preferencia de la familia nuclear o la expansión de la cultura y el consumo de masas, en el que participó tanto la élite tradicional como los sectores medios e incluso bajos). En verdad, las diferencias más importantes entre los sectores medios y la clase alta sólo aparecen en este planteamiento como efecto de una decisión teórica implícita, que es la de tomar a la “alta sociedad tradicional” –es decir, el puñado de familias que se dedicaron a cultivar la alta figuración social durante un breve período en el cambio de siglo– como equivalente de “clase alta”. Esta decisión construye una supuesta diferencia entre una cultura y valores “aristocratizantes” y otros “típicamente burgueses”, que se asignan sin más a los sectores medios. Lo “burgués” –y con ello la burguesía– queda asimilada a la clase media como si fueran lo mismo. Pero si esta separación resulta cuestionable en general para toda la época moderna, lo es más para el caso argentino, donde nunca existió una aristocracia propiamente dicha. En nuestro país, el camino del encumbramiento social desde muy temprano pasó por la acumulación de capital, un canal perfectamente “burgués”. Por caso, este planteamiento considera el valor del “ahorro y el trabajo, la honestidad y el esfuerzo” como algo propiamente “burgués” o “mesocrático” (términos intercambiables), y por ello ajeno a los universos de la clase alta y de la baja. Ciertamente, no eran valores reconocibles en los ociosos vástagos de la familia Anchorena en tiempos del Centenario. Pero no es por ello menos cierto que esos eran los valores que difundía desde hacía décadas un sistema escolar público diseñado por la élite que condujo la Organización nacional. Por otra parte, ni la honestidad, ni el esfuerzo, ni el trabajo, ni la educación pueden considerarse valores poco presentes en las clases bajas de entonces. Lo mismo vale para la respetabilidad asociada a la familia y a los roles de género bien definidos, valores de cuya presencia hay abundantes pruebas en la historia de la clase obrera. Y si bien es cierto que se hicieron escuchar críticas al estilo de vida ostentoso de la “oligarquía” a partir de 1910, no puede decirse que ellas fueran patrimonio particular de los sectores medios, toda vez que eran incluso más intensas y anteriores entre el movimiento obrero.
        En síntesis, aunque varios de los rasgos culturales mencionados contribuyeron sin dudas a dar forma a una identidad de clase media (cuando esta surgió, bastante más tarde), ninguno de ellos, ni su combinación, es suficientemente específico como para probar su existencia. El origen de cada uno de ellos se encuentra en períodos históricos diferentes. Su procedencia de clase y/o su arraigo según clase eran heterogéneos. En la medida en que para 1920 no existen evidencias empíricas de un sentido de unidad de clase y de distinción respecto del mundo popular y del de las clases dominantes, que al mismo tiempo la coloque en una situación intermedia entre uno y otras, no puede hablarse con propiedad de la existencia de una clase media. Y es allí donde la cuestión de la presencia o no del “nombre” se vuelve crucial. Porque es ese nombre/concepto “clase media” el que, por un lado, termina de otorgar unidad a un todo heterogéneo con fuertes tendencias centrífugas y débiles impulsos económicos que lo cementen y, por el otro, lo ubica en el lugar del “justo medio”, con todas sus implicancias.
        Todo esto no quiere decir, naturalmente, que sea fútil investigar las similitudes que pudiera haber entre algunas secciones de los sectores medios antes del surgimiento de una “clase media”, y los elementos que las hacían diferentes de otros sectores sociales. Eso no sólo es legítimo, sino también fundamental. Pero conviene no perder de vista que no conforman una “clase media” hasta tanto no surja una identidad específica, empíricamente observable, que les otorgue un sentido de unidad y los coloque “entre medio” de una clase alta y una baja. En fin, a riesgo de ser poco original, concluyo estas líneas diciendo que el de la clase media es uno de los objetos más espinosos y complicados de las ciencias sociales y las humanidades. Espero que este Anexo contribuya a alimentar un debate que, sin dudas, está lejos de quedar saldado.  






* Estas observaciones se vieron enriquecidas por las sugerencias de Valeria Arza y Daniel Sazbón y por el intercambio con mis colegas del Programa de Estudios sobre Clases Medias (IDES). Agradezco especialmente a Sergio Visacovsky, Enrique Garguin, Isabella Cosse, Nicolás Viotti, Patricia Vargas, Santiago Canevaro y Soledad Gnovatto.
[1] Clase media, dirigido por Juan C. Domínguez, estrenado el 4/10/2011.
[2] Una síntesis de las reseñas en
http://ezequieladamovsky.blogspot.com.ar/2012/10/historia-de-la-clase-media-
argentina.html
[3] A. Ricardo López & Barbara Weinstein, eds.: The Making of the Middle Class:
Toward a Transnational History, Durham, Duke Univ. Press, 2012, pp. 24-25.
[4] Traté estas cuestiones con mayor profundidad en E. Adamovsky: “‘Clase
media’: Problemas de aplicabilidad historiográfica de una categoría”, en Clases
medias: Nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología, ed.
por E. Adamovsky, Sergio Visacovsky y Patricia Vargas, Buenos Aires, Ariel,
2014, pp. 115-138.
[5] Una discusión en profundidad en E. Adamovsky: “Historia y lucha de clase: repensando el antagonismo social en la interpretación del pasado”, Nuevo Topo, no. 4, sept.-octubre 2007, pp. 7-33.
[6] Se insiste en ello en el cap. 4, en las Conclusiones de la Primera parte y en el
cap. 10.
[7] Así lo interpretó Ricardo López: “"Nosotros también somos parte del pueblo":
gaitanismo, empleados y la formación histórica de la clase media en Bogotá,
1936-1948”, Revista de Estudios Sociales (Colombia), no. 41, 2011, pp. 84-105.
[8] E. Adamovsky: “Aristotle, Diderot, Liberalism, and the Idea of ‘Middle Class’:
A Comparison of Two Formative Moments in the History of a Metaphorical
Formation”, History of Political Thought, vol. XXVI, no. 2, 2005, pp. 303-333.
[9] La discusión sobre “identidad” abreva, entre otros, de Stuart Hall: “Who Needs
‘Identity’?”, en S. Hall & Paul Du Gay (eds.): Questions of Cultural Identity,
Londres, Sage, 1996, pp. 1–17; Floya Anthias: “Where Do I Belong? Narrating
Collective Identity and Translocational Positionality”, Ethnicities, no. 2, 2002,
pp. 491-514; Rogers Brubaker & Frederick Cooper: “Beyond 'Identity'”, Theory
and Society, vol. 29, no. 1, 2000, pp. 1-47.
[10] Respectivamente Sebastián Carassai: “Ni de izquierda ni peronistas,
medioclasistas”, Desarrollo Económico, vol. 52, no. 205, 2012, pp. 95-117;
María E. Spinelli: De antiperonistas a peronistas revolucionarios, Buenos Aires,
Sudamericana, 2013.
[11] Reinhart Koselleck: Futuro Pasado, Barcelona, Paidós, 1993, p. 117.
[12] Véase José Luis Villacañas y Faustino Oncina: “Introducción”, en R. Koselleck
y H.-G. Gadamer: Historia y Hermenéutica, Barcelona, Paidós, 1997, pp. 21-22.
[13] Reseña de Roy Hora en Journal of Latin American Studies, vol. 46, no. 3,
August 2014, pp 624 - 626.
[14] Koselleck: Futuro Pasado…, p. 122.
[15] Un buen resumen de esta ola de revisiones en Pierre Guillaume (ed.): Histoire
et historiographie des classes moyennes dans les sociétés développées, Talence,
MSHA, 1998; López & Weinstein (eds.): The Making of the Middle Class..., pp.
1-25; Rachel Heiman, Carla  Freeman y Mark Liechty (eds.): The Global
Middle Classes: Theorizing Through Ethnography, Santa Fe (NM), School of
Advanced Research Press, 2012.
[16] Véase E. Adamovsky: “Usos de la idea de ‘clase media’ en Francia: la imaginación social y geográfica en la formación de la sociedad burguesa”, Prohistoria, no. 13, 2009, pp. 9-29.
[17] Sin pretensión de exhaustividad, además de mis trabajos pueden consultarse
Enrique Garguin: “«Los argentinos descendemos de los barcos». The Racial
Articulation of Middle-Class Identity in Argentina (1920-1960)”, Latin American
& Caribbean Ethnic Studies, vol. 2, no. 2, 2007, pp. 161-84; Sergio Visacovsky y
Enrique Garguin (eds.): Moralidades, economías e identidades de clase media:
estudios históricos y etnográficos, Buenos Aires, Antropofagia, 2009; Rosa
Aboy: “Departamentos para las clases medias: organizaciones espaciales y
prácticas de domesticidad en Buenos Aires, 1930”, E.I.A.L., vol. 25, no. 2, 2014,
pp. 31-58; Isabella Cosse: Mafalda: historia social y política, Buenos Aires,
Fondo de Cultura Económica, 2014.
[18] Véase la reseña de Mónica Bartolucci en el Boletín Bibliográfico Electrónico
del Programa Buenos Aires de Historia Política, no. 5, 2010, p. 18.
[19] Véase Gabriel Di Meglio: ¡Viva el bajo pueblo!, Buenos Aires, Prometeo, pp.
42-50.
[20] Cintia Mannocchi: “La clase media también fue un problema: un análisis del discurso en torno a las demandas de sectores no obreros hacia los años veinte”, Ponencia presentada en las Terceras Jornadas Nacionales de Historia Social, La Falda, 2011.
[21] Roy Hora y Leandro Losada: “Clases altas y medias en la Argentina, 1880-
1930: notas para una agenda de investigación”, Desarrollo Económico, no. 200,
2011, pp. 611-30.