MANIFIESTO
DE OCTUBRE: Para una crítica de la razón académica.
[El
siguiente Manifiesto fue publicado en octubre de 1997 como un folleto
distribuido inicialmente en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Más
tarde lo publicaron las revistas El Ojo Mocho y El Rodaballo (esta última como separata).
El texto fue firmado por Ezequiel Adamovsky, Ana G. Alvarez, Karina Bermudez,
Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz, Juan Manuel Obarrio, Elsa Pereyra, Horacio
Tarcus, Javier Trímboli, Julio Vezub y Fabio Wasserman. El borrador inicial fue
redactado por Trímboli y luego retrabajado por otros de los firmantes. El 16 de
octubre se convocó a una reunión pública en esa Facultad para discutirlo, en la
que estuvieron presentes cerca de 80 personas, la mayoría de la carrera de
Historia. Las autoridades y profesores de la Facultad –con la excepción de José
Emilio Burucúa, que envió una respuesta por escrito– ignoraron por completo el
texto]
MANIFIESTO
DE OCTUBRE
Para
una crítica de la razón académica.
Hay
más de una cosa que ya está apestando en la Facultad de Filosofía y Letras. A
la escasez endémica de presupuesto se suman desde hace algunos años las
distintas estrategias del ajuste económico. Régimen de becas estrechísimo,
intentos de arancelamiento, estabilización numérica del cuerpo docente frente a
un crecimiento significativo de la cantidad de alumnos, salarios paupérrimos.
Pero no sólo son éstos los vahos que amenazan con intoxicar la antigua fábrica
de la calle Puán. Se trata también de que cada vez son más los estudiantes que
empujados por un orden de cosas institucional que desde un vamos les enseña que
el objeto más deseado debe ser el de la profesionalización académica y que, a
su vez, no tarda en revelarles que las posibilidades de alcanzar ese supuesto
final feliz son ínfimas, se resignan a hacer de su paso por las aulas de esta
Facultad un pasatiempo juvenil que los haga un poco más cultos. Y es ese mismo
orden de cosas el que no hace nada por impedir que la mayor parte de los ya de
por sí pocos graduados desenvuelvan sus vidas en carriles totalmente alejados
de esos en los que se habían invertido sus mejores esfuerzos como estudiantes.
Sigamos que hay más: ¿hace cuánto que del
seno de Filosofía y Letras, de sus múltiples departamentos e institutos, de su
tan preciado sistema de becas y de sus equipos de investigación, no se escribe
una obra de historia, de crítica literaria o cultural, de antropología o de
filosofía que por su brillo vaya a perdurar? Por favor, esforcémonos y hagamos
memoria. Intentemos conjurar la sospecha de nuestra prescindencia, de nuestra
poquedad. Tal vez alguien mencione con justicia algún texto, pero siempre ese
intento será incapaz de subsanar lo que irremediablemente es un signo revelador
de pobreza. Aún falta lo que quizás más descompone: emplazada la Facultad sobre
un territorio político, social y cultural que es producto de una profunda
transformación que está llevando ya 20 años y que sin dudas ha hecho de la
Argentina como parte de esta cultura globalizada un país en casi todo
execrable; en esta circunstancia que es de largo plazo, aquellos que más
responsabilidad tienen en su dirección se enorgullecen con vileza -o por lo
menos con ceguera que no los hace menos cómplices-, del grado de autonomía y de
cientificidad que han alcanzado sus saberes. Rodeados de miserias que están
lejos de ser sólo económicas, cercados por injusticias que no han hecho otra
cosa que agravarse desde los '70 a esta parte, así las cosas, nos invitan a
sumarnos alegremente a su fatuo brindis por la normalización académica
alcanzada.
Y para suspender este listado antes de las
arcadas: apestan los que complacientes se imaginan que Filosofía y Letras es un
oasis en el cual, en nítido contraste con la sociedad que lo rodea, reinan la
Razón y sus excelencias; los que así niegan que Puán hiede a osario.
Convencidos de que cada una de esas infecciones se encuentra medularmente unida
a las otras; seguros, porque es esto lo que hasta ahora infructuosamente se ha
intentado, de que no hay soluciones parciales ni tampoco electorales, nos
proponemos dar por iniciada una batalla que si empieza en esta Facultad tiene
como meta dejar una tonsura visible en la cultura de la Argentina capitalista
globalizada.
Detectar el origen de la peste, detenerla
antes que pudra nuestros cuerpos, que los haga decadentes y sumisos. Empezamos
por advertir a los incautos y a los que aún no han entrenado sus narices, que
las pestilencias de final de siglo no se presentan a través de olores fuertes
sino que, vergonzosas y a la vez hábiles, huelen a paper y a ausencia de
pasión, poseen esa fragancia light que deja el festejo tardío del liberalismo
entre los que alguna vez fueron intelectuales.
.Miserias.
Desde hace ya por lo menos 10 años se
reproduce un consenso dentro de nuestra Facultad que, aunque conoce formas
variadas de adhesión -desde las más militantes hasta las más pasivas-,
pareciera no presentar fisuras. Se organiza alrededor del punto aparentemente
más sensible de la crisis universitaria, su situación presupuestaria. Así, las
consignas que claman por la defensa de la universidad pública y por el aumento
del presupuesto educativo se han erigido como pilares de una identidad bastante
borrosa pero cierta: la de los estudiantes y docentes cuyas carreras se
encuentran ante la amenaza de ser liquidadas. Consignas agitadas con
insistencia y que si bien lo que permitieron conseguir o construir
positivamente fue mínimo, sí fueron útiles para evitar los planes más salvajes
de desmantelamiento y privatización. Sin embargo se nos ocurre que hoy es
necesario dar un paso adelante y poner en discusión las posiciones que ese
credo común soslaya. Porque si esas consignas fueron efectivas, hoy han dejado
de ser las puntas afiladas que una posición crítica necesita. Nos invitan a
creer que estamos protagonizando una situación de empate -empate entre los
proyectos liquidacionistas y los reclamos universitarios más radicales- que es
plenamente engañosa. Esconden la procedencia de los vahos infecciosos. Es que
tras esa ilusión han sido y siguen siendo múltiples las transformaciones que
está viviendo la Facultad y que la están reconfigurando bajo una forma que si
bien le permite sobrevivir, la condena a un ostracismo posmoderno -cuando no a
una colaboración pocas veces asumida pero bien cierta con las nuevas
estrategias de poder (léase, por ejemplo, transformación educativa)-, que nos
repugna y rebela.
Sin contradecir la noción de Universidad
estatal, sin implementar el arancelamiento en los estudios de grado, se está
produciendo un ajuste significativo. Ajuste que implica que el camino sobre el
que se desenvuelve una carrera académica tipo sea cada vez más angosto y
recargado de obstáculos. Remodelación de las carreras que, de seguir los
consejos del FOMEC y de los evaluadores internacionales, ser n casi
exclusivamente transitadas por escasos alumnos y docentes investigadores
full-time. Ajuste que tiene la rara virtud de cumplir con aquel viejo anhelo
que proponía acercar la Universidad a la sociedad: ahora en su seno tiende a
producirse una distancia abismal, tal como la que se ahonda en la sociedad,
entre un adentro -aquellos que han ingresado a los circuitos de reproducción
universitaria- y un afuera amorfo y siempre al borde del desgranamiento. El
miedo a quedar extramuros está haciendo aflorar toda clase de vileza, de
estrategia de adaptación en pos de uno de esos tan preciados lugares en la
institución. Pequeñas corrupciones cotidianas de gente que se enorgullece a
gritos de su honestidad. El ajuste nos invita a que medremos, a pulirnos en el
aprendizaje de congraciar a los sucesivos referatos y evaluaciones para que el
sueño de una carrera universitaria exitosa no se vea interrumpido. Desde el
propio corazón de la Academia se nos enseñan estos ardides a través de un
seminario de posgrado de tinte darwiniano: "Estrategias de supervivencia
académica: curriculum, proyectos y publicaciones"[sic]. Junto al
pensamiento se retira también la vergüenza. Adaptémonos entonces al canon de la
producción académica, aceptemos el miserable lugarcito que nos tienen
reservado, seamos complacientes con las chocheras intelectuales de nuestros
mayores porque son ellos los que tienen en sus manos la posibilidad de hacernos
ingresar o de condenarnos a la nada. Si todo supura, no importa, miremos para
otro lado y mantengamos los modales.
Pero no es ésta la transformación
fundamental que está haciendo mutar nuestro suelo universitario. Hay otra bien
relevante, que se autoimplica con los más bajos efectos ideológicos del ajuste
y que también parece silenciada por el consenso producido por las viejas
consignas de defensa de la universidad pública. La crisis que la Facultad
atraviesa cobra su real dimensión si divisamos que lo que está profundamente
cuestionado es el sentido social de nuestros saberes, el para qué de los mismos.
Invoquemos lo imposible: si se solucionaran finalmente los problemas de
financiamiento de la Universidad, si goz ramos de un sistema de becas
generoso, si los salarios docentes fueran dignos, si nuestras bibliotecas
comenzaran a emparentarse con las de las Universidades norteamericanas,
¿cesarían las pestilencias? ¿se aplacaría este olor a cadáver perfumado? En
contra del sueño bobo de muchos que se verían enteramente satisfechos logrando
que nuestra casa de estudios se parezca definitivamente a las del Primer Mundo,
advertimos que el problema que hemos detectado seguiría latente incluso
realizándose esa hipótesis que para nosotros, además, sabe a una nueva vuelta
de tuerca digna de una pesadilla. Porque lo que nos incomoda no es tanto el
quantum sino la forma, el sentido único que se les está imponiendo a nuestras
prácticas y saberes.
.Excursus.
Hurgar en el pasado puede servirnos para
detectar la fuente de las pestilencias. En el origen de la Facultad de
Filosofía y Letras hubo un pacto. Un contrato que nacía de la necesidad
político-cultural de la misma. Su fundación se tornaba imprescindible para el
despliegue de las estrategias nacionalizadoras en plena "invasión"
inmigratoria (1896). Se trataba por lo tanto de una legitimidad política y
claramente estatal de esos saberes. Desde entonces ese pacto originario no cesó
de resignificarse. La Reforma del '18 a la par que promovió la modernización de
los estudios en los bastiones más arcaicos, selló una alianza perdurable entre
la Universidad y los sectores medios en ascenso. Se amalgamaron alrededor de
ese acontecimiento fundamental motivos discursivos idealistas, juvenilistas,
antiimperialistas, los cuales sobrevivir n al momento de reflujo de esa
movilización. El derrocamiento del peronismo dar paso a otro momento
nodal para los replanteamientos acerca del rol de la Universidad. Es que
parecía extenderse un nuevo consenso: la deseada posibilidad de insertar a la
Argentina en un proceso de modernización y progresismo social que la acercara a
la Edad de Oro estadounidense y europea, necesitaba también del concurso de las
disciplinas universitarias. La fundación de carreras como Sociología y la
promoción a un primer plano de las Exactas, corresponden a esta
resignificación. Pero la crisis hegemónica que daba su alterado ritmo a la
política argentina, hizo que pronto este nuevo momento naufragara. En 1966, a
través de la dictadura de Onganía, la política asalta a la Universidad bajo la
forma de una intervención que acarrear efectos duraderos. En los años
subsiguientes, fundamentalmente desde ese acontecimiento central para una
generación que fue el Cordobazo, se intentar otorgar un nuevo sentido a
los estudios universitarios que los haga legítimos a partir de su imbricación
honda con los intereses de los sectores populares. El golpe de Estado de 1976 a
través de una nueva intervención a la Universidad -cuyos antecedentes se
remontan a 1974-, pero sobre todo, a través de su efectividad para desmantelar
las alternativas políticas de masas que habían amenazado el ordenamiento social
capitalista, desanudó lo que ese último pacto crítico estaba urdiendo.
La finalización de la dictadura en los
primeros años '80 -finalización que sólo puede ser interpretada como su derrota
desde una candidez autocomplaciente lindante con lo perverso-, trajo consigo
circunstancias nuevas, muchas de las cuales aún nos afectan. Se trató del
desembarco triunfal en nuestras carreras de una generación que había tomado
parte activa en la vida política e intelectual post-Cordobazo. Pero en su
momento de coronación no dudaron en asignarle a su labor universitaria un nuevo
sentido político: contribuir a la consolidación del sistema democrático y sus
instituciones. La Universidad como institución democrática por excelencia debía
intervenir en esa dirección y, a la vez, merecía todos los cuidados y defensas
por ser ella misma un bastión de aquello que se acababa de conquistar. Como
parte de estas defensas, y sin ensombrecer en nada ese espíritu tan
moderadamente militante, se trataba de cerrar filas alrededor de la
profesionalización de los quehaceres universitarios. Así, aquellos que años
atrás habían denostado con virulencia que las prácticas y los saberes
universitarios tuvieran como eje central de su reproducción los mismos límites
de la institución, "recuperada la democracia" abrazaron esa lógica
con no menos entusiasmo. El arrepentimiento y la conversión fueron rutilantes;
es que algunos de los que hoy están a la cabeza tanto de los organismos
directivos de la Facultad como de sus cátedras, habían saboreado los frutos
empalagosos de la profesionalización en el exilio y muchos otros habían sufrido
en exceso su condición de perseguidos durante la dictadura militar; pero sobre
todo, casi unánimemente, abjuraron de proyectos políticos radicales -y con
ellos de toda posición crítica- que, si en su derrota mostraron todos sus
flancos débiles, les habían prometido experiencias vitales más interesantes, y
por eso también riesgosas, que la de escribir dos papers por año, a sabiendas
que las más de las veces ni siquiera éstos ser n discutidos (perdón,
olvidábamos otro de los nuevos hábitos de esa generación: suelen quejarse,
entre amargados y cínicos, del menemismo, de su impudicia).
Pero volvamos por un instante a los años
del alfonsinismo, porque fue en ese entonces cuando todavía una finalidad
política que se podía asumir como noble marcaba el rumbo de las intervenciones
universitarias. Apuntalar la democracia y desenvolver un control profesional
sobre la calidad de la producción académica, se entrelazaban en la idea de la
defensa a rajatablas de la institución universitaria. Hace ya un tiempo que
vivimos el agotamiento de ese pacto simbólico entre nuestros saberes y la
sociedad. La razón de la crisis de ese pacto que mil signos delatan, descansa
en la evidente consolidación de la democracia. Seamos más precisos: si alguna
vez el apuntalamiento de la democracia pudo ser planteado como una tarea
política-intelectual digna de activar, las transformaciones económicas,
políticas y culturales sobre las que se constituyó el capitalismo tardío
globalizado, se erigen como los pilares más sólidos de su reverdecer actual. Defender
la democracia ya no convoca ni pensamiento crítico, ni inteligencia, ni
valentía. Por eso todo pensamiento que quiera ser crítico, que quiera
continuarse en existencias más libres, debe asumir que la democracia realmente
existente, sostenida sobre el protagonismo estelar de los medios masivos de
comunicación y conviviendo con una reformulación sustancial del modo de
producción capitalista y sus formas de consumo, ha dejado de ser una forma
política a sostener, para convertirse en parte central de un dispositivo de
poder tan novedoso como digno de desprecio, un problema real a reflexionar y
vencer. Sobre la desaparición de ese problema político -el único que podían
detectar esos ojos cansados-, se está construyendo la nueva legitimidad, el
nuevo sitio que en las formaciones de poder del capitalismo globalizado ocupan
nuestros saberes.
.Neomedievalismo.
Decíamos que había más de una cosa que
estaba apestando en la Facultad de Filosofía y Letras. Y nos acercamos a
descubrir que acaso la fuente de los vahos esté en otra nueva jugarreta de la
historia, en su movimiento ya bien distante de la tragedia, en su nueva pirueta
farsesca.
En efecto, la filosofía de la historia nos
ha vuelto a esquivar. Si casi todos los pronósticos anunciaban que el fin de
siglo iba a traer definitivamente el tan ansiado progreso, es bien otro el
paisaje de nuestro presente posindustrial. O dicho de otra forma: el progreso
llegó hace rato, se transmutó en modernización, y no ha hecho otra cosa que
producir destrozos, acentuar injusticias, embrutecer. La festejada y triunfante
cultura globalizada nos hace asistir no ya al éxtasis pretendido de modernidad
-o por lo menos a sus bucólicas escenas posmodernas-, si no a un retorno que de
tan ominoso, no se atreve a pronunciar su nombre: una rediviva Edad Media,
aunque sin fe y sin Cruzadas, nos quiere albergar con sus terrores y
ensoñaciones.
La modernización capitalista tardía como
fuerza productora de ghettos: barrios privados, Fuertes Apaches, shoppings,
fosos que de tan pronunciados y conocidos no hace falta ya cavarlos. Que no se
envanezcan los responsables de la Facultad de Filosofía y Letras: porque la
casa de estudios que dirigen, gracias también a sus esfuerzos denodados por
profesionalizarla, reproduce esa misma forma reactiva del encerramiento sin
murallas. Es un renovado monasterio, coto del saber y del amor a la verdad,
regido por las disciplinas y por un flagelamiento constante cada vez más rígido
aunque menos riguroso. Se anuncia la construcción de otros monasterios en zonas
cercanas, en los alrededores del Parque Centenario. Curiosa transformación la
de fábricas abandonadas en templos de saber.
En el interior de estos edificios
neomedievales la escolástica vuelve a enseñorearse de las discusiones: son
otros los nombres que se invocan como fuente absoluta de la verdad pero, como
entonces, la sola mención de esos textos calla toda disputa, todo debate,
rendidos los practicantes de aquellas disciplinas ante las fuentes prístinas de
lo verdadero y lo bello. Borges y Halperin Donghi, triturados por sus exegetas,
reinan. El neoplatonismo de esta Academia pauperizada, su retirada hacia las
cumbres más altas del saber, a allí donde las ideas se proyectan en cavernas
que funcionan como gabinetes en las sombras. Afuera la superexplotación, la
liquidación de lo mejor de la cultura popular, la diseminación acelerada de los
peores valores; el mercado, los hombres y las mujeres que sólo pueden venderse;
vidas achatadas y Sodomas. Pero también la pequeña política palaciega
instigadora de venalidades o, a lo sumo, -de ésta suelen gustar nuestros
clérigos impotentes- la que se postula administradora moralizante y eficaz de
lo establecido.
Tanta monstruosidad de extramuros apenas
perturba los interiores de Puán; es que la corporación se sostiene sobre la
organización deliberada de la sordera respecto de lo social. Así logran que
adentro las palabras no vulneren jamás el tono monocorde, el murmullo, la glosa
afectada. Ausencia de debates serios, de pensamiento. Los neomedievales llaman
a ese vacío, salmodia, juegos corales polifónicos en donde todas las voces
suaves y cristalinas se complementan. Juegos en donde ninguna voz osa superponerse
a otra, responder a otra, atacarla, arrinconarla, al menos por gusto. Nada. El
silencio reina a la hora de las preguntas; se perpetúa a la de las respuestas.
Los claustros, pasillos, se mantienen en penumbra, en ecos quedos. Los escasos
debates se esterilizan en sí mismos, a partir de los instrumentos asépticos y
las escrituras higienizadas. O porque tienen como principal y dogmática regla
usar el texto sagrado de la realidad, para amonestar tenuemente aquello que
además no intentaba ser más que su espejo. La discusión fuerte de ideas, de
enfoques y perspectivas parecería conducir irremediablemente a la enemistad
cuyo fin sólo es la excomunión, la expulsión a extramuros; entonces, y sin
importar a costa de qué, debe ser evitada. Eso sí lo que reaparece son pálidas
escaramuzas que versan una vez más acerca del sexo de los ángeles y otros
tópicos conexos cuyo estudio es precariamente subsidiado por algún señorío
poderoso -llámese Estado, empresa, o Universidad extranjera. Racionalistas y
hermeneutas de los textos sagrados se acusan por lo bajo. Cada tanto nuestros
clérigos para renovar su alicaída aura agitan sus recuerdos de catacumbas, de
sufrimientos sordos, que justifican el apoltronamiento actual. Nos invitan a la
lástima.
.Sentido
y sinsentido.
Los monjes neomedievales, de los pocos que
leen y escriben libros en este páramo, trabajan en sus pequeñas celdas
numeradas, en sus institutos y cátedras. Ghettos dentro del ghetto. Conforman
nuevas comunidades en donde, a pesar de la denostada pobreza franciscana del
lugar, se esfuerzan en alcanzar la racionalidad consensuada. Casi es unánime el
argumento -y si no lo es éste, sí lo es lo que efectivamente producen- que reza
que el sentido de nuestra labor ya sea historiadora, como antropológica,
filosófica y en cierta forma también de crítica literaria, es hacer avanzar, a
fuerza de papers y precavidas investigaciones, las luces neutras del saber
sobre los territorios por años vírgenes de sus objetos. El humanista o el
científico social degenera en un siervo-especialista atado de por vida a una
diminuta parcela -histórica, textual, antropológica, espacial- a la que
tendrá que revelar en forma detallada, tan detallada que evitar el
momento de la afirmación, del riesgo crítico e interpretativo. Más allá está
la sanción. No importa cual sea el detalle ante el que nos corresponda
inclinarnos; todos tienen que ser atendidos con las mismas herramientas, las
del empirismo o, en el caso de la crítica literaria, las de un uso bien vago y
acrítico de cualquier teoría a la page. La masa olvidable de papers que
nuestra Facultad produce anualmente, las prácticas genuflexas que anima, se
recuestan sobre un supuesto bien complaciente. Es la "extremada
complejidad y ambigüedad" de las cosas -o la de los libros sagrados que se
revuelven con excitación en búsqueda de la diminuta hipótesis que renueve la
beca-, la que torna legítimas a las exégesis, a las glosas infinitas o a las
descripciones asépticas. Los grandes relatos, también desabridos, vendrán de la
mano de eminencias -generalmente jefes de cátedras- que con su capacidad
integradora, redimir n tantos esfuerzos investigativos anónimos. En estos
impulsos letrados sólo cabría amor por la verdad -amor sin éxtasis místico,
bien burgués por cierto y con las sábanas hasta el cuello- y, en el caso de la
crítica literaria, por una libertad interpretativa entendida como el permiso
para decir cualquier sandez siempre y cuando esté escrita con algo de gusto. La
estima entre los pares crece entonces en la medida que se saben solidarios en
esta tarea tan mediocre y tediosa como sin sentido, pero tarea de la cual
depende su existencia material y su legitimidad. ¿Qué sería de tanta beca, pero
sobre todo, qué sería de tanta arrogancia académica, si se advirtiera la
futilidad de la investigación -o de lo que hoy es lo mismo: el relevamiento
neutro de información-, sobre el diario Tribuna entre 1880 y 1890, sobre los
primeros grados de una escuela del Delta, sobre la influencia de William James
en la literatura borgiana o el gerundio en Lope de Vega?
El encierro sólo se encuentra interrumpido
por excursiones prefijadas. Los consagrados, casi vicarios de la Razón y sus
virtudes, acceden circunstancialmente a los medios masivos de comunicación para
desde allí pronunciar alegatos tan progresistas como tenues. Pero un porcentaje
importante de los graduados hacen de esas excursiones experiencias más
cotidianas: se integran al ejercicio de la docencia en escuelas y colegios
generalmente privados. Fogueados a través de la cursada de las materias
didácticas y respaldados por gabinetes de egresados de Ciencias de la Educación
y Psicología, emprenden esa tarea mayormente desmerecida por la propia
institución. Conviene sin embargo preguntarse, hasta qué punto estas
excursiones quiebran el encierro. Nada más dudoso. Por lo tanto, ¿en qué
consiste el encierro? Este se organiza sobre un silencio tal que evita el
cavado de fosos y alimenta nuestra ilusión de libertad. Lo que queda excluído,
y por eso le da existencia, es la pregunta por el sentido de nuestros saberes y
prácticas. ¿Para qué enseñar literatura, geografía o historia? ¿Para que
haberlas estudiado? Podemos innovar infinitamente en el uso de materiales
didácticos, en el empleo de estrategias e incluso podemos quizás desterrar el
autoritarismo del aula, pero hay algo que sigue impensado y que intocable se
yergue como el dato más flagrante de una decadencia cultural de magnitud: ¿qué
sentido tiene la enseñanza de las humanidades y las ciencias sociales? ¿Por qué
cultura, por qué tipo de existencia se apuesta enseñándolas? Homero y Cervantes
fueron desterrados de las colegios y reemplazados por Borges y Cortázar. ¿Por
qué? ¿Para qué? ¿Por qué son más cool? ¿Por qué nuestra beca de investigación
versa sobre ellos? No nos pronunciamos a favor o en contra de este reemplazo,
nos preocupa sobre qué argumento se sostiene. Los docentes de Geografía
egresados de la Facultad enseñan poco y nada de geografía física; se ha
abandonado una enseñanza que descansaba en concepciones deterministas y se hace
hincapié ahora en la construcción social y cultural de los espacios. Bárbaro,
pero ¿para qué? Los nuevos manuales de historia concebidos con el tono
dominante de la producción académica actual y elaborados por equipos de
Licenciados y Doctores han abjurado de los relatos épicos de Mitre; prefieren
ver en la Revolución de Mayo un acontecimiento más bien árido,
posibilitado por un vacío de poder ocasionado por el derrumbe del Imperio
Ibérico. Correcto pero ¿a qué "vida" sirve esta nueva "verdad"?
Nos corregimos: el encierro no se interrumpe si no que se perpetúa a través de
estas excursiones que ya no lo son tanto. Llevamos la Academia y sus silencios
grabados en el cuerpo. "Hombres-estuche" mecanizados que no pueden
darle lugar a esas preguntas. Tal vez teman -tal vez temamos- aquello que
habita en potencia por fuera de las escafandras.
Este encierro es la fuente de emanación de
lo putrefacto. Este dispositivo es el responsable de esta medianía bochornosa.
Digamos algo más de ésta. Es que el enclaustramiento, el empirismo y la
exégesis, la renuncia al riesgo interpretativo conducen a la producción
académica a reproducir un rasgo omnipresente que se acentúa hasta la evidencia:
las tensiones, los conflictos y desgarramientos que definen a toda experiencia
cultural quedan en su letra disueltos, borrados hasta hacerse irreconocibles.
El dispositivo académico con su progresismo tibio se transforma en una malla de
escritura que sólo deja enunciar aquello que no tenga rasgo de pasión, de
dramaticidad. Recorrer la historia o la literatura argentina, conocer las
experiencias educativas o los grupos culturales que transitan en los márgenes,
hacer estas travesías de la mano del saber académico es encontrarse con
territorios calmos, en los que si hubo problemas no fueron más que malosentendidos
que la pluma del cientista social viene ahora a enmendar. La propuesta
benjaminiana de pasar el cepillo a contrapelo de la historia -pero también
agregamos de toda experiencia social- se ha convertido a través de su
investigación y escritura en tarea de alisamiento, de emprolijamiento. Para
colmo, como buenos escolásticos, realizan esta inversión citando al propio
Benjamin, liquidándolo, haciendo de su programa crítico una referencia fría,
sin vida. Jesús en el razonamiento acabado de un funcionario papal del siglo
XVI. Porque para la razón académica reconocer en el cuerpo de la cultura
dolores, sufrimientos y deseos mayúsculos pareciera constituir un imposible;
ser serios ante esa dramaticidad, devolverle la significatividad que le
corresponde, es una empresa que, vital para el pensamiento, está fuera de su
alcance. Como si los nervios de los principales ventrílocuos de esa razón
institucional, de tan gastados, no pudieran tolerar semejantes verdades
ofensivas. Es que devolver a los documentos de cultura su dramaticidad y su
barbarie, obliga a asumir la propia condición que hoy nos constituye en tanto
que recorrida también por esos dilemas. La razón académica quiere conjurar la
imagen del drama en el estudio de lo que han devenido sus objetos, como una
forma de alcanzar la tranquilidad de saberse ajena al peligro, a toda zozobra.
En manos de quienes han dejado de aspirar a vidas más plenas, se entiende que
el pasado huela a osario, que la literatura se descomponga en análisis
textuales inútiles o que la filosofía sea una glosa infinita de verdades en las
que nadie cree; quién ya no anhela más que dar un paso hacia delante en la
categorización alfanumeraria, no puede restituirle a la cultura su
dramaticidad; poco o nada puede entender acerca de ésta. Pero si el esfuerzo
por alejar fantasmas, por quitarle dramaticidad a la cultura, se está viendo
coronado por no pocos éxitos; y aunque nosotros mismos hayamos podido ser en
algún grado partícipes en esta empresa colectiva de aplanamiento de la cultura,
damos aviso de que de ahora en más nuestro lugar en la Facultad ser el de
aguafiestas de comuniones transidas de sosiego.
Ahora bien, esta reconstitución
neomedieval de nuestros saberes posee, a no dudarlo, un aliado de peso. Porque
ha sido muy prolongada la debilidad institucional y profesional de nuestras
carreras para que ésta, en algo más que una década (con el agregado de
intelectuales asesinados y desaparecidos), se supere. E incluso porque estos
muros de los que hoy se enorgullecen siguen siendo muros de utilería berreta de
película de clase B, como no podía ser de otra manera en esta Argentina cada
vez más latinoamericanizada. Así es que el escaso interés que muestra el Estado
en nuestros quehaceres es en parte compensado por las relaciones estrechísimas
con las que nos agasajan los monasterios más ostentosos del mundo occidental.
Nuestros popes van y nos invitan a alcanzar con ellos estados de beatitud
aséptica a través de la contemplación de las bibliotecas babélicas
norteamericanas; admiran sus disputas sordas y vacuas -cuando no las
menosprecian porque creen ser ellos mejores eremitas-, sus nombres de rosa. La
iluminación extática ha sido a veces tan grande que los ha cegado (se ha visto
en algunos de ellos la aparición de misteriosas llagas y estigmas: la Aparición
de una nueva Razón). En la era del capitalismo globalizado parece ser un
argumento contundente a favor esta nueva legitimidad, el que por fin la
producción académica argentina se esté colocando a la par de la de los centros
de estudios más prestigiosos. Y esta legitimidad exógena es bien útil porque
redunda en becas y financiamientos indispensables, provee de premios y
castigos. Si es imposible negar la marca profunda que dejó en los orígenes de
nuestras FF.AA. el hecho de que un alto porcentaje de la oficialidad haya
pasado al menos un año bajo el mando del ejército prusiano, no lo es menos
advertir que los profesionales universitarios de este fin de siglo
arrastrar n como sello degradado el master o el doctorado en EE.UU.. No hay
carrera universitaria exitosa que no requiera de ese viaje si no consagrador,
al menos purificador: la academia puede confiar casi tranquilamente en aquel
que haya atravesado las instancias evaluativas y performadoras de los colleges
y el tedio vital de los campus. Experiencias confortables de encierro, de las
cuales la mayoría regresan castrados, sin deseos (se explica entonces la
confianza académica). Esa cirugía mayor hace posible que se pueda discurrir con
la misma flema impasible y desapasionada sobre Martínez Estrada y sobre el
anteúltimo hombre de letras francés de la primera mitad del siglo XX; sobre una
ignota revista de filosofía venezolana y sobre Kierkegaard. La afrenta de
eunucos puestos a escribir sobre cuerpos cargados de deseos. Imitar a las universidades
norteamericanas, reproducir sus planes de estudio, pretender acercarnos a su
nivel científico, hacer nuestro su tono políticamente correcto, adoptar incluso
su lenguaje -¿que es un paper?-, se ha transformado en una suerte de destino
que nadie se atreve a pronunciar, pero en cuya dirección todos trabajamos.
.Papeles
-antipapers- de recienvenidos.
Intentemos quebrar de algún modo el
neomedievalismo liberal-progresista de nuestra Facultad: recintos de retiros
monacales, monasterios posmodernos de gruesas paredes a las que no llegan los
ruidos de la calle -aunque acaso un poco más el griterío del mercado. Y si los
ruidos de la calle llegasen a ser tenues, nos proponemos también avivarlos.
Queremos redefinir nuestros saberes de tal forma que se conviertan en púas
agudas especiales para estos tiempos cruelmente muelles. Sabemos que el escozor
que aún nos dura, nuestro acicate, necesita de palabras y acción si queremos
evitar que se apague. La urgencia de esto que empezamos a decir trata de evitar
lo que de no mediar esta intervención parecería ser inevitable: el
desvanecimiento de la tensión que nos sigue atrapando. Nuestra situación es en
este aspecto límite. Si dentro de la cultura del capitalismo globalizado, estas
Facultades ocupan el lugar de un pantano en el cual las energías críticas de
sucesivas camadas de jóvenes se hunden o sólo reaparecen transformadas como
activas reproductoras de lo que no hace mucho tiempo atrás merecía su escarnio,
en ese pantano, y a medio ahogar, nos encontramos. Si la remodelada cultura de
fin de siglo no es más que un perverso y artero dispositivo que invita a la
molicie y el acomodamiento que desactiva toda tensión, que desdramatiza,
asumimos que no logramos mantenernos indemnes ante sus progresos. Por eso es
que intervenimos apurados por el espanto de esa imagen que conocemos bien y que
nos cerca. Buscamos eludir la clausura de un devenir, extremándolo.
Insistimos: no podemos dejar de reconocer
que lo que acontece a nuestro alrededor nos es en casi todo desfavorable; es
bien escaso lo nuevo que asoma y que pueda nutrir nuestro afán de torcer el
rumbo de nuestros saberes, produciendo nuevas voluntades. No tenemos fe en
ningún sujeto esencial, al acecho y dispuesto a socorrernos. Pero dejemos que
nuestra voluntad, a contrapelo, se pronuncie: las humanidades -o lo que es lo
mismo: nuestra reapropiación de las mismas- tienen mucho que hacer en la tarea
de interrumpir este curso social de las cosas; si la vida política no aviva
nuestros saberes, se trata de agitarlos nosotros, de producir con ellos
inauditas torsiones, apuntalados por el anhelo trabajado de reinsertar la Gran
política. Es que nos place volver a sentirnos conjurados, arremeter y abrir
brechas; queremos experimentar como sabe recuperar la peligrosidad.
Retornamos a la pregunta por el sentido de
nuestros saberes; ésta remite al hecho de que, a partir de la escritura, los
significados del texto se diseminan, así como también los sentidos -el por qué,
el para qué o para quién- que justifican nuestras prácticas. Frente a tal
proliferación del lenguaje, frente a la pluralidad de significaciones, nos
surge la necesidad -imperiosa- de otorgarle al flujo un sesgo direccional, que
le imponga una nueva articulación. Un tipo de práctica que fije una dirección
al magma del discurso. No se trata de apelar a esencialismos éticos o aún
estéticos. El malestar al que recurrentemente hacemos referencias no tiene su
origen en la certeza absoluta de que el acento político deba ser un sine qua
non de la práctica de las humanidades. Tampoco es cuestión de invocar diversos
modelos magistrales en cuanto a forma, estilo, contenido, sesgos o procesadores
de texto. Nada hay que obligue ni que prohíba la defensa de uno u otro sentido
como mandato para las humanidades en su
labor aquí y ahora.
Sin
embargo, se siente ese malestar, se percibe esa lenta decadencia, se toca ese
vacío lleno de palabras vacuas, esa completitud de formularios absurdos -ahora
disponibles en diskettes-, ese conocimiento experto del microespacio de los
compartimentos estancos.
No hay un sentido "verdadero" de
nuestros saberes, otorgado por una lectura desde metalenguajes esclarecidos.
Hay una pluralidad de sentidos a construir, a partir de la indignación, del
tedio, de la vergüenza. Elegimos entonces; por la sospecha de que así
recuperarán vitalidad, apostamos a dotar a nuestros saberes de sentidos que se
muestren sensibles a las urgencias del contexto social y político que nos
circunda -o a inventar esas urgencias. Sentidos que denoten una creatividad y
una exigencia de calidad irrenunciable. Poco nos importa las acusaciones que se
nos harán: vanguardistas, románticos, resentidos, posmodernos, fascistas o
comunistas incurables. Nos anticipamos sólo a una porque nos puede ayudar a
enunciar lo que creemos ser uno de los temas más relevantes a discutir y
superar colectivamente. La de setentistas. Y es justo aquí, alrededor de la
cuestión del sentido "verdadero" de nuestros saberes, donde conviene
al menos enunciar nuestra distancia crítica con la experiencia política e
intelectual que ha quedado reducida al nombre de una década. En nuestra opción
por la politización no hay nada parecido a la asunción de un deber, de una
misión ineludible. No sentimos nostalgias ni por los sesentas ni por los
setentas. Es más, sabemos que muy poco a gusto nos podríamos sentir rodeados de
sartreanos cabizbajos o de dogmáticos amantes de las disciplinas partidarias
(demás está decir que hippies y happenings nos serían sencillamente
deprimentes). Si hay una figura que ya no nos interesa es la del intelectual
sufrido vocero de demandas esenciales, sean estas las de una clase, las de la
Nación o las de la ciudadanía. No sólo porque creemos que esas demandas
esenciales no son tales si no, sobre todo, porque rechazamos que nuestros
deseos deban sostenerse en la invocación de voces otras siempre así
enmudecidas. Sospechamos además que en la esclerosis de la última hora de la
intervención revolucionaria marxista, ya habitaba, secretamente, el núcleo que
organiza el nuevo dogma de la neutralidad de los saberes y de la complacencia
tolerante con el capitalismo finisecular. De abrazar la causa fanática del
partido a apuntalar con igual ceguera la institución académica. Setentistas que
denuncian setentistas. Quien asumía la revolución como una experiencia en la
cual la cuota de resignación era mayúscula, insensiblemente puede deslizarse
hasta incorporarse a un dispositivo cultural en el cual la resignación es la
norma. Sí reconocemos que allí, en aquellos años, habitó la última apuesta
seria a la criticidad, aunque estamos lejos de pensarnos obligados a continuar
su mismo combate. Pero a su vez, ansiosos de criticidad y de combate, sabemos
que el nuestro para que sea efectivo necesita con urgencia de un ajuste de
cuentas -grave y jovial a la vez- con esa experiencia. Seguramente no miraremos
esos años con ojos tristes modelados por la culpa, ni tampoco con otros hechos
de ingenua fascinación. Nuestra mirada ser sin dudas respetuosa;
tendrá algo de la del ladrón que encarcelado no hace otra cosa que pensar
por qué falló para iniciar de nuevo su aventura, pero también ser la de
un sepulturero moroso que por fin se dispone a enterrar ese cadáver. No es
exagerado afirmar que parte importante de la responsabilidad por la en extremo
devaluada cultura argentina actual, recae en aquellos que quisieron velar esa
experiencia dando por muerta con ella la criticidad y, por lo tanto, la
vitalidad; y en aquellos otros que aunque sigan pensando como altivos ladrones,
se resisten a aceptar que ese cuerpo sólo huele a muerto. Partiendo de nuestro
desprecio por la cultura que nos rodea con sus miserias adaptacionistas y sus
nuevos liberalismos, ¿cómo reintroducir la criticidad y la política sin ser
epígonos farsescos de los revolucionarios últimos? Quizás esta sea la tarea más
relevante, la que con más premura se nos imponga y, al mismo tiempo, la que ni
bien emprendamos dejar emerger insospechadas energías dispuestas entonces
frente a un blanco quizás también más nítido.
No todo es Academia la de los ojos
entreabiertos. O no debería serlo. Habría que quebrar el mutismo, romper lanzas
contra la repetición constante de sentidos consagrados fraudulentamente. Hay
que abandonar los papers viejos, amarillentos y ajados, plenos de moho ya, a
pesar de haber sido escritos esta mañana, al amparo del subsidio numero tanto,
fruto de la nueva categorización alfanumeraria. Papers correctos, con sus citas
correspondientes a pie de página, su marco teórico consensuado, su compromiso
político con las nuevas prácticas de barrido de basura bajo alfombras, aunque
entre los residuos vayan también ansias y pasiones pasadas que no obstante ser
nobles son recordadas con vergüenza.
No creemos que se trate de destruir la
Academia. Tarea vana y que bien podría ir acompañada de la ambición de instituirnos
como una nueva Academia. Más bien suponemos que su rostro nos es necesario para
recordarnos, en nuestra tensión con él, qué es lo que queremos evitar. Que
ocupen ellos esos lugares, esos sepulcros; déjennos a nosotros el placer de
explorar, de ensayar con nuestros saberes nuevas intervenciones críticas. Sólo
cuando estemos agotados, sólo si alguna vez llegamos a sentirnos paralizados
por el ansia de reposo, sólo en ese entonces nos interesar ser Academia.
Pero esa es otra historia y quienes acaso la protagonicen no seremos nosotros
sino nuestras sombras ya a punto de confundirse con la noche.
Ahora bien, se nos dirá que nuestra
crítica es insincera pues también nos encontramos inscriptos
institucionalmente. Que duda cabe de que esto último es cierto: estamos
inscriptos y no tenemos ninguna intención de abandonar esas instancias. Pero desacralizamos
a la institución, dejamos de concebirla como un fin en sí mismo merecedor de
respetos sacrosantos y la queremos abarrotar de preguntas, dudas hasta tal vez
hacerla temblar en su actual forma. Rechazamos -e invitamos a rechazar- el
destino que la cultura dominante y la Academia nos tienen reservado: el de
siervos atados a través de papers a parcelas diminutas llamadas temas de
investigación; siervos profesionales a los que ya crecidos se les permite
alguna incursión un tanto más libre en forma y estilo, siempre y cuando respete
la máxima de no dramatizar lo que siempre tiene que ser un remanso; siervos
-siempre siervos aunque ahora un poco más cínicos y sueltos de lengua-, que en
vías de consagración o ya consagrados se atreven a intervenir políticamente
aunque, por supuesto, dentro de la tonalidad cobarde propia del neoliberalismo:
objeciones tibias a la corrupción del sistema político, defensa cándida del republicanismo
y provisión de "ideas" para candidatos políticos discretos y
olvidables. Empezamos a concebir a la Universidad como territorio de una
disputa que no es electoral ni curricular y que justamente por eso nos
interesa. Se trata de llenar de escollos ese destino profesional
"progresista" produciendo un nuevo devenir que anude a nuestros
saberes y prácticas a la gran política entendida como transformación de un
campo de fuerzas, como creación de una nueva cultura. Si hoy habitamos como extranjeros
los intersticios de la Facultad no es porque nos encontremos al acecho buscando
asaltar su corazón académico, sino para que un día los deseos que hoy mueren en
ella empantanados -y por qué no tal vez la Facultad misma-, se vuelquen
renacidos en una nueva batalla.
Frente a aquellos papers ajados, papeles
de recienvenidos. Frutos de nuevas escrituras, muchas de ellas recién llegadas
a esta Academia obnubilada y que por eso mismo tal vez no se sientan
comprometidas con la rueda de fracasos
necesarios, de corrección política aséptica, de política vista desde arriba,
del transcurso lento de las escenas de la vida post-mortem de nuestros años
noventa. Frente a esto entonces, papeles de recienvenidos, escenas de la vida
por venir. Escenas que denuncien hegemonías y traiciones, que impugnen saberes
vacuos y machacones, que delaten al libre mercado que importa letras del centro
que entran con sangre al ser revendidas en los mercados de la periferia.
No esquivamos nuestras debilidades. La
desproporción de este manifiesto entre su parte crítica y su parte afirmativa
es evidente. ¿Qué quiere decir "dotar a nuestros saberes de un nuevo
sentido político"? ¿Cómo salir del ghetto académico? ¿Qué es la política o
la Gran Política? ¿Dónde están los "papeles de recienvenidos"? ¿Son
posibles? ¿Cómo hacemos para despegarnos de los '70 pero sobre todo, cómo
ajusticiamos a los '90? Esta desproporción nos sienta bien; tenemos tareas
crítico-políticas que seguro nos pueden ayudar a evitar esa forma de la
escritura tan actual que parece no apuntar a nada, que se desgrana ya muerta
sobre una pantalla o un papel. Tenemos necesidad de nuevas palabras. Nuestra
debilidad es antiescolástica: delata ausencia de dogmas y acepta el riesgo de
la apuesta.
Convocamos a la tarea colectiva de debatir
estos interrogantes dejando que surjan todos esos otros que desde hace años
esperan agazapados que alguien los formule. Queremos invitar a que se recuerde
activamente qué nos empujó a ingresar a esta Facultad. Convocamos más aún a la
tarea de crear lo que aún no vemos.
Sólo deseamos empezar iluminando los ojos
entreabiertos de una Facultad que no alcanza aún a salir de su sopor y observa
como entre nubes de éter los acontecimientos que se precipitan más o menos
lejos, allí donde ningún paper podría llegar, allí donde son muertos los
mensajeros.
El
colectivo responsable del Manifiesto de Octubre está integrado por: Ezequiel
Adamovsky, Ana G. Alvarez, Karina Bermudez, Jorge Cernadas, Ignacio Lewkowicz,
Juan Manuel Obarrio, Elsa Pereyra, Horacio Tarcus, Javier Trímboli, Julio
Vezub, Fabio Wasserman.
Recibimos
adhesiones y convocamos a una asamblea de discusión del Manifiesto para el 16
de octubre a las 19 hs. en el patio de la Facultad de Filosofía y Letras.
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